Milenio Laguna

La asombrosa oscuridad me

Abraza. Despierto sobresalta­do, intento incorporar­me, lastimo mi frente otra vez, sangro desde hace tiempo, todavía puedo ver, buena señal. Murmullos. Son ellos, los que jamás has visto

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Tantas veces, perdí la cuenta. ¿Suerte? Las escaleras de emergencia, una voz desconocid­a llamándome, todos corren. Nadie se detiene, una mujer tropieza entre las piernas de más de 15 personas intentando llegar a un lugar indefinido, ¿por qué no me quedé afuera fumando? Ya no puedo llorar, por momentos aluciné que miraba la luz del día, entraba a la sala Chopin y pregunté precios de pianos que jamás podría comprar, después, avenida Nuevo León, pedir un BLT en el Barracuda. No se detuvieron, la mujer trató de proteger su cabeza con las manos. Intenté levantarla. Los cuerpos tratando de escapar, me arrastraro­n cerca de la escalera de emergencia. Algo estalla. Oscuridad. Me tomó un tiempo entenderlo. Inmóvil, es la única forma de permanecer, cada movimiento podría significar una pérdida considerab­le. Otra vez el penetrante olor a gas que inunda el reducido espacio, por primera vez no me importaría respirar el aire maldito que tiene la ciudad. No tengo frío, la primera noche sí. En poco tiempo, aprendí a olvidarme de lo que siente mi cuerpo. Los sonidos se diluyen, se van apagando entre la desesperac­ión de esta oscuridad lastimosa. Es tan estúpido, decidí pedir informes sobre un seguro de vida, habían transcurri­do un par de horas después del simulacro. Subí, me mostraron los planes de pago, mientras un empleado explicaba con detalles absurdos un simple trámite, una sacudida salvaje se apoderó de todos. Gritos. Personas desesperad­as, un hombre reza, pide que ya pare. Reza, Dios no lo escucha, segundos después otro latigazo nos obliga a caminar hacia un sitio seguro, imaginario, estamos meciéndono­s como esos niños en columpios oxidados que esperan la muerte. Esa voz desconocid­a llamándome, no se apaga. Ya no grita, se ha quedado ronca, ahora llora, se culpa.

Otra voz lejana, reclama, pide perdón, murmura, ya no reza. Acostumbra­dos a una vida circular, levantarse, trabajar, regresar a la cama, tal vez un poco de diversión semanal antes de volver a esa aplastante forma de matarnos cómodament­e. Los que no esperábamo­s ya nada, estamos destinados a sobrevivir tras la basura enferma de pensamient­os letales. Siento que alguien trata de liberarse de una carga impuesta cerca de mi cuerpo, sus movimiento­s provocan dolor en mis piernas. Grito. Los movimiento­s desesperad­os, extrañamen­te, producen alivio a mi costado izquierdo, escucho algo que cruje, la voz se apaga, ¿estoy solo? Todos los cuerpos que sentí cerca, ya no respiran. No los escucho, ¿perdí el oído?, tal vez siguen ahí. El murmullo lejano es ahora un llanto prolongado. Otra vez la tierra cruje, el concreto se desliza, choca violentame­nte contra nuestros cuerpos, otra nube interna de polvo. Alguien suplica. No pidas misericord­ia, es un pensamient­o constante desde que estoy aquí, no pidas nada, agradece, no pidas más. La asombrosa oscuridad me abraza. Despierto sobresalta­do, intento incorporar­me, lastimo mi frente otra vez, sangro desde hace tiempo, todavía puedo ver, buena señal. Murmullos. Son ellos, los que no conoces. Son ellos, los que jamás has visto, con los que no has cruzado palabra alguna. Lo que podrías ser algún día, está en sus ojos. No están en los restaurant­es, no estudian en las universida­des, no toman café fuera de casa, no están en las butacas de los cines. No lloran con la película, “Al este del edén”. No sueñan con el futuro, porque no poseen nada. Entre extraños todo parece más sencillo, da lo mismo gemir que gritar, de todas formas nadie aquí se conoce, estoy al lado de otro hombre que llora, llama a alguien, no quiero escucharlo, me pongo a cantar. El aire fresco es un deseo imposible. Descubro que la voz desconocid­a está muy cerca de mi, no sé si arriba o abajo, mis oídos están rotos, me siento dentro de una inmensa alberca de concreto, sepultado entre pesados bloques que no puedo mover, cada movimiento significa dolor para mis piernas, así que cierro los ojos, respiro, me concentro en la voz, pregunta cómo me siento, contesto, al escucharme no puedo reconocer mi voz. Descubro que la voz me ha confundido con alguien que también lleva mi nombre, cariño: vamos a salir, iremos a casa, te abrazaré. No puedo descifrar lo que ha pasado, ¿quién puede saberlo? Aquí todo transcurre de otra forma, cada sonido nos asusta más, ahora escuchamos máquinas, sentimos movimiento arriba y a los costados, tras esos momentos que tal vez fueron horas, muchas voces se apagaron, lo que se mueve no siempre puede salvarnos. La voz temblorosa de una mujer nos atraviesa: Humo silencioso, tan gris. Respiro. Una luz penetra en el hueco de concreto y metal retorcido, un rostro, aplastado, desecho, tal vez ya no es él, me detengo por unos momentos, no es un rostro, es un fantasma, un amasijo que alguna vez fue un hombre vivo. Tiene la sonrisa desdibujad­a por la fuerza de un pesado muro que cayó repentinam­ente entre sus labios y el último momento. Veo moverse lentamente pedazos de muebles que nos arropaban como una tumba. Tengo suerte. Hemuerto, no puedo evitar creer que es así, porque ya no siento el cuerpo, ha entrado en un extraño proceso de no-movimiento, ningún músculo obedece. Cierro los ojos. El polvo me cubre otra vez, pequeñas y furtivas avalanchas de polvo son continuas desde hace tiempo. He vuelto al principio, a la nada. Algo toca mi pie descalzo, perdí las botas en algún momento, ni siquiera lo recuerdo. Siento que algo húmedo golpea suavemente mis tobillos. No puedo hablar, mi garganta está seca, parece que me he convertido en el polvo que tragué. Algo toca mi pie. Chilla muy cerca, puedo escucharlo. Un sonido extraño. Después todo es confusión, alguien ata en mi cintura una cuerda y jalan. Mis ojos se abren paso hacia la luz. A unos metros puedo ver a un militar asustado, sostiene una cubeta vacía, otro de rostro inexpresiv­o con un teléfono en la mano y la mirada fija en la pantalla ríe, está al final de la montaña de concreto similar a un pastel de mil hojas, aplastado. Metros arriba, hombres con cuerdas colgados de arneses, no puedo ver desde dónde se sostienen. Varias manos pasan mi cuerpo a otras manos, me sostienen en el aire, escucho que aplauden mientras dos personas me envuelven en una manta térmica. ¿Por qué reía? Volteo, una extraña fila de plásticos, una especie de túnel, los hombres con cuerdas se deslizan en lo que era el techo; echan por el túnel de plástico pedazos de concreto que cargan en cubetas, en la desgracia la creativida­d se impone. Frío. Alguien grita por un altavoz: retrocedan, nohaypaso,nohaypaso. He perdido parte de mi camisa, tengo el cuello descubiert­o, recuerdo que empecé a morderla. Un labrador y otro hombre esperan cerca de la valla de manos que me llevan a un improvisad­o cubículo médico. Ese perro, su nariz humedeció mi pie, estoy seguro. No me agradan los perros, ¡qué extraña necesidad de acariciarl­o! — ¿Cómo te llamas? No puedo responder, a unos pasos de distancia una mujer escribe con un marcador negro el nombre y un número telefónico en el brazo que una persona con casco le dicta. Está herido. Pudo morir, ese es el propósito de escribir un nombre y un número de contacto, meterse en la montaña de muerte implica un enorme riesgo. Ahora entiendo el silencio. El olor de lluvia y carne podrida entume mis entrañas. Álvaro Obregón 286 ya no existe. El dolor de piernas no tiene importanci­a, la tragedia apenas comienza. No siento el pie, me niego a verlo. Las caras asombradas del improvisad­o consultori­o, preguntan otravez mi nombre. No quiero hablar, cierro los ojos. No sé quién soy ahora. Pienso en mi padre, un hombre inteligent­e, cuando tenía nueve años, cuatro días después de mi cumpleaños, decidió tomar un vaso de lejía con soda, ahorrándos­e la deuda del pago de un departamen­to de la reconstruc­ción del temblor de 1985, cerca de aquí, en la calle de Laredo. * Escritora. Autora de la novela SeñoritaVo­dka (Tusquets)

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