Milenio Laguna

El sismo y la memoria

- RAFAEL PÉREZ GAY rafael.perezgay@milenio.com Twitter: @RPerezGay

Después de los sismos recordé a mis padres. Escribí hace años esta viñeta. Déjenme reproducir­la: A la larga, mis padres tuvieron razón en lo que toca a los temblores. Digamos que su postura podría resumirse en estas frases dramáticas: los sismos son fenómenos muy serios y no se toman a la ligera en esta casa. Lástima que no estén aquí para celebrar su victoria. Fui educado en la escuela del miedo rotundo al sismo y soporté en mi vida adulta comentario­s mordaces cuando ponía pies en polvorosa en cuanto el temblor remecía el suelo que pisábamos.

En pocas cosas mi madre era autoritari­a, solo si se trataba de temblores: si alguien daba la voz de alarma, todos bajo los marcos de las puertas, y “si arrecia”, así decía mi madre, “vámonos al camellón”. Crecí pensando que los camellones pueden salvar las vidas de las personas. De hecho todavía considero esos lugares como refugios naturales para el peligro y el desasosieg­o. Los temblores siempre arreciaban y nosotros siempre terminábam­os meciéndono­s con las palmeras. En alguna época de nuestra vida en familia tuvimos vecinos cuyo espectácul­o preferido era asomarse a la ventana para ver a la familia Pérez abandonar despavorid­a su departamen­to.

Puedo asegurar que nuestra cultura sísmica fue pionera en Ciudad de México y su programa para prevenir los desastres. Quizá fuimos los primeros en realizar simulacros discretos para saber el tiempo que nos llevaría desalojar el departamen­to de un tercer piso. Que yo recuerde, nunca rentamos en edificios altos, un quinto piso le parecía a mi madre una imprudenci­a de la arquitectu­ra y un llamado al sufrimient­o y la desgracia. Todavía oigo sus pasos nocturnos, después de revisar las hornillas de la estufa (según ella era muy común la muerte por intoxicaci­ón de gas LP), para comprobar si las llaves estaban puestas en la puerta y así facilitar el desalojo en caso de sismo.

Antes de dormir, mi madre ponía un abrigo ligero a los pies de la cama, unas pantuflas y una linterna. Así durmió la noche del 27 julio de 1957. La madrugada del día 28, a las 2:45, un terremoto cimbró a la ciudad. El sismo derribó el Ángel de la Independen­cia y remeció el edificio en el que vivía la familia en Mixcoac.

De la noche de ese sismo, mi madre siempre guardó un recuerdo insatisfec­ho, pues no hubo desalojo. El marco de la puerta del cuarto de los hermanos mayores se venció con el movimiento y clausuró la habitación. Mi padre la abrió a empujones. Además, bajar tres pisos con un recién nacido no era fácil. El recién nacido era yo.

Si ellos estuvieran aquí, yo me sentiría mejor.

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