Torre Latinoamericana
Sabemos que la torre Latinoamericana ha soportado todos los sismos. Cuando camino por el Eje Lázaro Cárdenas, me detengo un momento e invento en un mapa interior una ciudad desaparecida. El siglo XIX quemaba sus naves. Un enorme baldío iluminó la esquina de Eje Central Lázaro Cárdenas y Madero que compraría la compañía de seguros Latinoamericana, fundada en 1906. En ese terreno crecería ese sueño de la grandeza mexicana.
La voracidad del alemanismo y sus negocios urbanos permitieron que en 1948 empezara la construcción de la torre. Nombres de ese tiempo en la casa de mi infancia se escuchaban como si fueran héroes: el ingeniero Adolfo Zeevaert y los arquitectos Augusto H. Álvarez y Manuel de la Colina. A mis padres les parecía que la construcción del edificio más alto de México merecía todo el respeto del mundo. Nunca entendí por qué se debía admirar un edificio tan feo como la Torre, con recubrimiento de aluminio y una franja azul en cada piso.
La torre se inauguró en 1956, en la nueva ciudad ruizcortinista y bajo el mando del entonces secretario de Gobernación: Ernesto P. Uruchurtu. Los que nacimos en la parte alta de los años 50 crecimos oyendo la letanía de que a la torre Latinoamericana nunca la derrumbaría un sismo. La letanía era una verdad. Todavía repito en ocasiones, como si hablara de algo mío, que el sistema de rieles de la torre la vuelve un portento de equilibrio y fortaleza. Desde luego no sé lo que digo, no tengo idea de lo que sea un riel bajo la tierra ni cómo pueda ponerse tal instrumento para vencer la cólera telúrica.
La década de los 60 cerraba la ventana bajo el estruendo del escándalo político que la mano criminal de Díaz Ordaz silenció a tiros. Mi madre estaba conmigo. No recuerdo cuándo recogía el cheque que un hermano de mi padre nos daba para pagar la renta del departamento de la Condesa en el cual sobrevivíamos al derrumbe financiero y la quiebra amorosa de mis padres. Durante muchos años viví ese acto de generosidad como una ofensa, una limosna que la vida nos tiraba al suelo para que la recogiéramos en una reverencia indigna.
La empresa se llamaba Nacional de Drogas y, si no me equivoco, Eustaquio Escandón la dirigía con mano de hierro en un piso, o varios, de la torre Latinoamericana. Una carrera de ascenso en esa empresa y ese edificio le permitieron al hermano de mi padre ahorrar una modesta fortuna, a esta forma de malgastar el tiempo y el esfuerzo, algunos le llaman vida ejemplar. De nada sirvió. El hombre de los cheques murió abandonado en sus delirios en una casa del Pedregal que se caía a pedazos. Pinche torre Latinoamericana, la odio.