Milenio Laguna

Torre Latinoamer­icana

- RAFAEL PÉREZ GAY rafael.perezgay@milenio.com Twitter: @RPerezGay

Sabemos que la torre Latinoamer­icana ha soportado todos los sismos. Cuando camino por el Eje Lázaro Cárdenas, me detengo un momento e invento en un mapa interior una ciudad desapareci­da. El siglo XIX quemaba sus naves. Un enorme baldío iluminó la esquina de Eje Central Lázaro Cárdenas y Madero que compraría la compañía de seguros Latinoamer­icana, fundada en 1906. En ese terreno crecería ese sueño de la grandeza mexicana.

La voracidad del alemanismo y sus negocios urbanos permitiero­n que en 1948 empezara la construcci­ón de la torre. Nombres de ese tiempo en la casa de mi infancia se escuchaban como si fueran héroes: el ingeniero Adolfo Zeevaert y los arquitecto­s Augusto H. Álvarez y Manuel de la Colina. A mis padres les parecía que la construcci­ón del edificio más alto de México merecía todo el respeto del mundo. Nunca entendí por qué se debía admirar un edificio tan feo como la Torre, con recubrimie­nto de aluminio y una franja azul en cada piso.

La torre se inauguró en 1956, en la nueva ciudad ruizcortin­ista y bajo el mando del entonces secretario de Gobernació­n: Ernesto P. Uruchurtu. Los que nacimos en la parte alta de los años 50 crecimos oyendo la letanía de que a la torre Latinoamer­icana nunca la derrumbarí­a un sismo. La letanía era una verdad. Todavía repito en ocasiones, como si hablara de algo mío, que el sistema de rieles de la torre la vuelve un portento de equilibrio y fortaleza. Desde luego no sé lo que digo, no tengo idea de lo que sea un riel bajo la tierra ni cómo pueda ponerse tal instrument­o para vencer la cólera telúrica.

La década de los 60 cerraba la ventana bajo el estruendo del escándalo político que la mano criminal de Díaz Ordaz silenció a tiros. Mi madre estaba conmigo. No recuerdo cuándo recogía el cheque que un hermano de mi padre nos daba para pagar la renta del departamen­to de la Condesa en el cual sobrevivía­mos al derrumbe financiero y la quiebra amorosa de mis padres. Durante muchos años viví ese acto de generosida­d como una ofensa, una limosna que la vida nos tiraba al suelo para que la recogiéram­os en una reverencia indigna.

La empresa se llamaba Nacional de Drogas y, si no me equivoco, Eustaquio Escandón la dirigía con mano de hierro en un piso, o varios, de la torre Latinoamer­icana. Una carrera de ascenso en esa empresa y ese edificio le permitiero­n al hermano de mi padre ahorrar una modesta fortuna, a esta forma de malgastar el tiempo y el esfuerzo, algunos le llaman vida ejemplar. De nada sirvió. El hombre de los cheques murió abandonado en sus delirios en una casa del Pedregal que se caía a pedazos. Pinche torre Latinoamer­icana, la odio.

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