l premio Cervantes 2017, Sergio Ramírez, ha contado que comenzó a escribir a los 15 años imitando a Juan Rulfo y dice que a esa edad, o cuando se empieza a generar relatos, es más que justificado recurrir a la imitación, argumento que ha defendido también Mario Vargas Llosa, quien ve en esa práctica el germen de la creación.
La revista Paris Review tiene una sección denominada “The art of fiction” en la que entrevista a escritores con énfasis en ese momento crucial, el del arranque de una carrera literaria, sus motivos, sus personajes, sus influencias. Y de esos archivos surgen datos asombrosos, poco conocidos, de algunas de las plumas más relevantes de nuestro tiempo.
En su entrega 17, por ejemplo, fechada en el verano del 57, Pati Hill conversa con Truman Capote, quien relata que comenzó a escribir a los 10 años cuando participó en un concurso de cuento cuyo premio era un perrito, además de la publicación en un diario de Mobile. El problema fue que la trama hacía referencia ( en clave, según el pequeño autor) a un escándalo vecinal de la época, por lo que solo se publicó la primera parte, pues debido a las protestas ya la segunda no vio la luz. Por supuesto, no ganó nada.
Se dio cuenta entonces que quería ser escritor, pero no estuvo convencido sino hasta los 15, cuando comenzó a enviar sus textos a revistas y periódicos, si bien fue hasta los 17 cuando un solo día, cuenta, recibió la noticia de que tres historias le fueron aceptadas para publicación.
El relato, el cuento, la historia breve es el género que Capote cultivó en el principio y sobre el que volvió más adelante, cuando lo exploró con seriedad por ser la forma más difícil de prosa escrita, la que en su opinión requiere una disciplina extrema. Por lo demás, estaba seguro de que el único recurso que él conocía para escribir cuento es el trabajo, e ironiza: “La escritura tiene leyes de perspectiva, de luz y sombra, como la pintura y la música. Si naces conociéndolas, genial. Si no, aprende y adecua esas reglas para que te ajusten”.
A la pregunta de quién lo animó en el comienzo a dedicarse a la literatura responde que fue una maestra de secundaria, Catherine Woods, quien no solo veía a un chico dotado para las letras, sino también a una futura figura mayor, pero también confiesa que como estaba obsesionado escribiendo todas las tardes, llegó el momento en que no dormía, hasta que sus amigos de más edad le hallaron el remedio para relajarse, el güisqui, que comenzó a consumir a diario desde su adolescencia.
En el número del otoño de 1990, Susannah Hunnewell y Ricardo Augusto Setti conversan para Paris Review con Mario Vargas Llosa sobre sus lecturas del momento y sus primeros pasos por las letras. Abjura de Sartre, a quien leyó con entusiasmo en su juventud pero halla desfasado y contradictorio años después, y reivindica a la generación perdida estadunidense (Faulkner, Hemingway, Fitzgerald, Dos Passos).
Ya para entonces declara que había dejado de leer a sus contemporáneos y evoca lecturas de Faulkner, primer autor a quien leyó con papel y pluma a la mano abrumado por su técnica, y revela que a gran parte de autores latinoamericanos la conoció en Europa, de Borges a Carpentier, de Cortázar a Lezama Lima, y más tarde a García Márquez.
Cuenta una anécdota sobre Borges, a quien conoció en París, donde lo entrevistó por vez primera para la radio francesa en su faceta de reportero. Sin embargo, años después, lo visitó en su casa para un programa televisivo. Le sorprendió el descuido de la vivienda, lo modesta que era, e hizo un comentario sobre las grietas en las paredes y las goteras en el techo.
Desde entonces Borges se distanció, ofendido. Vargas Llosa está seguro de que el argentino jamás lo leyó, pero él siempre lo admiró en igual medida que a Pablo Neruda y a Octavio Paz, a quien no solo veía como un gran poeta y un gran ensayista, sino como un autor articulado en política, arte y literatura, con una
curiosidad universal.