Milenio Laguna

La razón de su muy vivo rencor para siempre es una figura de mujer totalmente inalcanzab­le, casi nada más que una idea, aunque obsesiva

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i toda creación se realiza en varios planos, de alguno de los cuales el creador no es por entero consciente, y si lo que generalmen­te tomamos por el tema de una obra puede ser solo una de las muchas apariencia­s del tema verdadero, a través de las cuales el escritor nos incita a un trabajo de redescubri­miento, Pedro Páramo podría entenderse no solo como la historia de un cacique y del pueblo llamado Comala, sino también como la de un hombre en busca de su padre y del pasado de su madre (Juan Preciado), o la de una mujer misteriosa e inalcanzab­le: Susana San Juan.

Releído a mucha distancia de su aparición, Pedro Páramo puede ser otro libro, una novela presidida por la obsesión de la mujer y aun por una galería de memorables personajes femeninos que se integran en una (¿secundaria?) mitología.

“Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. Juan Preciado entra en Comala. Llegada la noche, los fantasmas vienen a su encuentro, y más que los fantasmas los “murmullos” —es decir, las voces desordenad­as en el tiempo y traídas y llevadas como por el viento y por las ráfagas de una memoria impersonal: la de la difunta comunidad de Comala.

A través de la aventura de Juan Preciado —que será una aventura total del hombre: vida, muerte y más allá— vamos a saber de la voluntad, pasión y muerte de Pedro Páramo, este enigmático personaje totalizado­r que es solo una presencia en hueco, pero del que se nos dice que es “un rencor vivo”, y que dejó en el mundo muchos hijos por él no reconocido­s (“El caso es que nuestras madres nos malpariero­n en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo”).

Así pues, Juan Preciado baja a los infiernos para buscar a su padre, pero esta búsqueda es también, de algún modo, la de la madre, Dolores Preciado. La obsesión del hijo parece ser, más que la de ese hombre tan lejano que resulta casi abstracto, la búsqueda de su misma madre, y se diría que el viaje a Comala, después de la muerte de ésta, responde al deseo de encontrar la imagen viva de ella y de reunirse en su pasado. Del mismo modo que otros llevan al pecho la imagen de la Virgen o de la novia, Juan Preciado lleva un retrato: “Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándo­me el corazón”. Este amor filial toma la forma de una identifica­ción en las miradas: “Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver”.

En Comala Juan Preciado encuentra el fantasma de una mujer y ella le dice que pudo ser su madre. Esta es una primera degradació­n de la imagen de la madre, porque cualquier mujer pudo ser la madre de Juan Preciado, ya que las mujeres de Comala poseídas por Pedro Páramo no tenían para éste individual­idad, no tenían alma, solo se servía de ellas para satisfacer su deseo e incluso su afán de poder (y este último caso es precisamen­te el de la madre de Juan Preciado, Doloritas).

La obsesión de la madre nos lleva, acompañand­o a Juan Preciado, de la imagen de Doloritas a la de Pedro Páramo, y de ésta a la de Susana San Juan, “una mujer que no era de este mundo”. Lo femenino abre y cierra este periplo. Dolores Preciado y Susana San Juan no son las únicas mujeres de la novela: están todas esas, espectrale­s, que recorren las calles, almas en pena que acosan a Juan Preciado con sus “murmullos” (y recordemos que el título original del libro era, precisamen­te, Los

murmullos). Está esa mujer que forma con su hermano una pareja incestuosa, porque “de algún modo había que poblar el pueblo”, y que Juan Preciado encuentra desnuda en pareja, como si se tratase de la primera empresa paridora humana: Adán y Eva en un arrasado Paraíso Terrenal. Es una pareja maldita, por supuesto, y está condenada a no tener hijos, esa única justificac­ión de los amantes a ojos de la Divinidad… es decir, de los curas.

Y hay aún otra figura de madre frustrada (¡el tema de la madre, siempre!): Dorotea La

Cuarraca, que ha servido de celestina al hijo de Pedro Páramo y que también ha sido condenada a no engendrar: “Y mientras viví nunca dejé de creer que fuera cierto; porque lo sentí entre mis brazos, tiernito, lleno de boca y de ojos y de manos; durante mucho tiempo conservé en mis dedos la impresión de sus ojos dormidos y el palpitar de su corazón. ¿Cómo no iba a pensar que aquello fuera verdad? Lo llevaba conmigo a dondequier­a que iba, envuelto en mi rebozo, y de pronto lo perdí. En el cielo me dijeron que se habían equivocado conmigo. Que me habían dado un corazón de madre, pero un seno de una cualquiera”. Y entonces: “Ese fue el otro sueño que tuve. Llegué al cielo y me asomé a ver si entre los ángeles reconocía la cara de mi hijo. Y nada”.

¡Y nada! Lo que más ocupa el monólogo mental del protagonis­ta fantasmal de la novela, el omnipodero­so Pedro Páramo, cacique de Comala, y la razón de su muy vivo rencor para siempre es una figura de mujer totalmente inalcanzab­le, casi nada más que una idea, aunque obsesiva, como ocurre con Doloritas, la madre de Juan Preciado. De tal modo que la novela de Rulfo bien pudo titularse Juan Preciado o

Susana San Juan o Doloritas. (Continuará)

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