EN EL METRO
Según los especialistas, el canto ayuda a aumentar la oxigenación y el flujo sanguíneo, ejercita músculos, reduce el estrés, mejora el ritmo cardiaco, alivia las penas, inhibe la fatiga, genera seguridad y ejercita la memoria, entre otros beneficios
Asus 56 años, se le quiebra la voz a Fidel Santos, un empleado de Bancomer, con traje verde y zapatos negros, al interpretar en público una canción de José José. Quédifíciles Cuandolascosasnovanbien Túnoestásfeliz Yesomepasaamítambién… Un grupo de hombres y mujeres se amontonan, le aplauden, lo animan, y casi le avientan flores, sacudidos y emocionados por la popular melodía que hiciera famosa el príncipedela canción.
Fidel, puro sentimiento frente al micrófono, no posee una voz magnífica ni mucho menos el imán irresistible de Maluma, pero desde hace unos minutos, aquí, en la estación División del Norte del Metro, ya pertenece a esa selecta parte de la humanidad que respira y también canta.
¿Salió chida?, me pregunta con enorme curiosidad Fidel, cuando me acerco a darle unas palmaditas en la espalda para felicitarlo. Él se ajusta las gafas de aumento en su pálido rostro, y confiesa: “La neta yo no sé cantar nada. Pero animarme sí aliviana, porque finalmente me expreso. Y es que acabo de romper con Rocío, mi segunda esposa. La quiero mucho, ella me ayudó a salir del alcoholismo. La letra de la canción es lo que estoy viviendo ahora. Es una experiencia bien cabrona”.
Lo hiciste muy bien —le digo para alentarlo— y entonces él, con algunas lágrimas escurriendo por sus mejillas, me dice convencido: “Si en 1994 hubiera habido un karaoke en el Metro, mucha gente no se habría suicidado. Ese año, ¿te acuerdas de la crisis económica?, yo perdí todo: mi primera esposa, hijos, trabajo y patrimonio”.
Entre las personas que hacen fila para pasar al karaoke, está un hombre de 65 años, Pedro Martínez, que luce su corbata amarilla. Lo primero que dice orgulloso, festivo, es que él hizo su debut en el Metro hace un par de días, con una melodía de Cornelio Reyna.
“Allá, donde nací, por los rumbos de Atlixco, Puebla, desde que estaba en la cuna, me cantaban. Por eso, ya más grandecito, apenas amanecía en el rancho, yo corría a cantarle “La Malagueña” a una niña llamada Baudelia”.
Pedro saca una anforita de aluminio de uno de sus bolsillos del pantalón y se la lleva a la boca. “Es solo para refrescar la garganta”, advierte con un gesto de seriedad, y luego vuelve a sonreír: “¿Sabes? Cantar también nos ayuda a olvidar un poco el sismo”.
Ante el micrófono, de repente, una chica de casi 18 años salta, grita, es una potente voz en el improvisado escenario: Tengounoszapatosviejos Ynolosquierotirar Aunquetienenagujeros Losapreciodeverdad “Cantar es para mí como volver a la infancia, a los tiempos en que mi madre y yo hacíamos dúo para interpretar canciones. Ahora ella vive en Veracruz, pero no importa”, dice Arcelia Mora, sin ocultar el arrebato de felicidad que le produce bailar y cantar como Gloria Trevi.
Entre el público que se ha congregado está Edgar González, de 36 años, pintor de autos, a quien le intriga sobre todo ver que alguien realice apuntes en una libreta. Se acerca tímidamente para decirme en voz baja al oído: “¿Qué escribes? Porque a mí me gusta cantar, pero como que me chiveo en público. En el trabajo estoy cantando todo el día”.
Apenas al cruzar los torniquetes del Metro, hay un grupito de gente que ríe, celebra, aúlla, mueve el esqueleto, choca las palmas de las manos estruendosamente y forma un sincero coro que no juzga ni parece importarle la calidad de la voz de los intérpretes.
Después de algunos minutos de explorar el territorio, ya más en confianza, el joven pintor de coches ha llegado a la siguiente conclusión que desea compartir: “Aquí solo faltan unas chelitas para estar pero bien a gusto, ¿no crees?”
Entre los aficionados al canto se encuentra Alán Castillo, un espigado joven de 29 años, con cabello negro, trabajador de la cadena de hoteles Crystal, a quien le gusta imitar la voz de Amanda Miguel. “Aquí, a diferencia de un karaoke de paga, se siente más la adrenalina. A veces se pone tan bueno el ambiente que no falta el que ponga “Payaso de rodeo”, de Caballo Dorado, y hasta la gente se baja de los vagones para bailar”.
Cuando las emociones se desbordan, entra en acción Mario Martínez, jefe de estación División del Norte. Su oficina está ubicada a escasos cinco metros de las bocinas del karaoke. Al platicar con él, observo que se siente incomprendido y maltratado. Por eso, quizá, me reta a que ocupe su lugar por cinco horas, nada más para que yo sienta en carne propia lo que él vive todos los días. “Algunos berrean, y llega el momento en que ya me duele la cabeza. No faltan los que tienen voces maravillosas, pero imagínate, lo que es oír a José José y Vicente Fernández sin descanso”.
“¿Y cuál es su canción favorita?”, le preguntó para suavizar la charla. El jefe de estación sonríe y responde de inmediato, “cualquiera de La Sonora Santanera…”.
“En el catálogo del karaoke no está incluida “Libre como gaviota”, de Manoella Torres, parece quejarse Ligia Isabella, gerente de unas joyerías en la zona de Santa Fe. “Yo vengo a echarme unas rolas y ya me voy a casa relajada”.
Para Michelle Herrera, estudiante del CCH-Sur, a sus 15 años, el karaoke es como entrar en un sueño que le ayuda a liberar emociones, “y si no me sé la letras, al menos lo intento…”. Entre el público, Leonardo Munguía es el único que luce un sombrerito y carga una guitarra. Es músico y vende artesanías afuera del Metro. Incluso se le puede ver en YouTube interpretando trova, rock y cantos indígenas. También se dedica a realizar experimentación sonora.
“Cantar es una explosión energética y una forma de comunicarse. Todos, rockeros, punketos, metaleros, ya a la media noche y con unos alcoholes encima, terminamos cantando las de José José”, confiesa Leonardo, minutos antes de tomar el micrófono del karaoke.
De pronto, su voz se escucha por los pasillos del Metro: Amorcomoelnuestro Nohaydosenlavida Pormásquesebusque Pormásqueseesconda…