Milenio Laguna

Spots electorale­s: mucho ruido, pocas nueces

La tercera parte de los que nos han recetado, si acaso, ¿no sería suficiente para que los partidos familiares o en renta se rasguen las vestiduras con sus discursos estridente­s o se corten las venas por la patria?

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L as postrimerí­as de cualquier año se prestan para toda clase de balances apresurado­s, pronóstico­s delirantes, resúmenes apocalípti­cos y no pocos propósitos imposibles de llevar a cabo. Pero en éste que finaliza y por si no nos habíamos percatado de ello, los partidos políticos y sus publicitar­ios previos a las campañas (una verdadera amenaza a la salud mental de la sociedad, toda vez que son solo el precopeo de la borrachera propagandí­stica que nos espera leer, escuchar y ver en todas las plataforma­s mediáticas), nos lo están dejando claro de cuantas formas les es dado imaginar. Pobre o ridículame­nte, ya se sabe, pero eso sí, día y noche, como si se tratara de poner a prueba la cordura ciudadana con el peor de los tormentos: la repetición malsana de algo muy burdo o elemental; vaya, incluso pedestre hasta la repugnanci­a.

Desde luego que defiendo el voto razonado de los electores y la informació­n programáti­ca y de objetivos que debe recibir de los aspirantes a algún cargo público; y por supuesto valoro que haya partidos y campañas, por más infames que resulten éstas y aquéllos, porque —siempre lo diré— eso es mejor que el autoritari­smo monolítico o la dictadura (perfecta o imperfecta, da igual). Pero creo que el país ya bien podría ahorrarse algo del tiempo que supondrá transmitir 59 millones 731 mil 200 promociona­les de 30 segundos cada uno.

Este tiempo le es quitado a la industria de la radio y la televisión porque se entiende que es de interés público el proceso electoral, pero independie­ntemente del costo inmenso que esto tiene (es tiempo-aire que las empresas no cobran, es decir, pierden), hay que entender también el costo para las audiencias, que terminamos desquiciad­as al cabo de meses y meses de reiterados mensajes que, siento decirlo, no mejoran nuestra vida democrátic­a.

¿Cuál es la suerte de la publicidad electoral, así sea la que nos parece más ingeniosa (la primera vez que la vemos o escuchamos, porque luego, en sus miles de repeticion­es, es insoportab­le)? Definitiva­mente está condenada al cuando este es posible, o francament­e a ser anulada porque el radioescuc­ha o televident­e ya no puede más y de plano apaga la televisión o el radio.

El tema, y no lo digo de broma, es de salud mental. El agobiante alud de mensajes radiofónic­os y televisivo­s con las más sobadas consignas, promesas de ocasión, acusacione­s a diestra y siniestra e infumables peroratas, ¿no podría reducirse en aras de que los embrutecid­os publicista­s de los partidos (iba a decir ideólogos, pero justamente es de lo que carecen estas organizaci­ones) no minen la capacidad ciudadana para reconocer las propuestas serias y los planteamie­ntos coherentes?

Ya bastantes tonterías recogen a diario los medios de comunicaci­ón en el simple

con nuestros insignes aspirantes a representa­rnos. Sus ocurrencia­s, por más irracional­es que sean (véase el caso de la amnistía para los jefes del narcotráfi­co que propone ganan innumerabl­es espacios adicionale­s a la carga mediática que comentamos. Solo ese registro debería bastarnos para sacar, como electores, las conclusion­es pertinente­s para encausar nuestro voto. Todo eso, que no es poco, más uno o dos debates bien planeados, podrían pintarnos claramente los alcances de cada candidato, conocer sus ideas precisas (si las hay).

Por eso, humildemen­te, insisto: la tercera parte de los que nos han recetado, si acaso, ¿no sería suficiente para que los partidos familiares o en renta se rasguen las vestiduras con sus discursos estridente­s o se corten las venas por la patria? ¿No bastarían para que Meade o formularan claramente sus propuestas?

Todos estaríamos muy contentos si después de los meses de campaña y gastados los miles de millones de pesos que se gastan en todo el proceso electoral, los resultados fueran reconocido­s y acatados con responsabi­lidad y entereza políticas por todos los contendien­tes. Pero desgraciad­amente no es así.

Pasada cada elección, en cualquier nivel, vemos que no se resuelven las dudas y querellas electorale­s a las que nos tienen acostumbra­dos los perdedores (que solo se conforman con los resultados cuando ganan; y miren que han ganado, como lo comprueba la alternanci­a en la mayor parte de los estados y en el ejecutivo federal).

Sé que no todos los mencionado­s serán para los partidos. Casi 19 millones de éstos correrán a cargo del Instituto Nacional Electoral y tienen como misión incentivar a la población en torno del proceso en su conjunto y poner en valor la importanci­a que tiene su voto para fortalecer la vida democrátic­a.

Son, sin duda, los que tienen mayor justificac­ión; sin embargo, en medio del propagandí­stico de los partidos, me temo que pierden su ya de por sí improbable eficacia. Como sea, quedan en el mismo costal del ruido electoral que se transmite desde el pasado 14 de diciembre y hasta el próximo primero de julio de 2018. Habría que pensar, pues, en menos

Menos ruido y más nueces.

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