¿De brujas a inquisidoras?
Cuando hablemos de feministas entendamos que se trata de mujeres que trabajamos para exigir la igualdad de derechos
C omparar la lucha feminista con el nazismo o con la inquisición — como lo hace Diego Fernández de Cevallos en el texto que le publica MILENIO—, denota ignorancia de la historia, desprecio al valor de las palabras, colusión con una realidad lacerante y/o un enorme terror a modificar el status de privilegios del que han gozado los varones a lo largo de los siglos.
No he encontrado en los libros de historia registro de actos de feministas, ni de grupos de mujeres rebeldes, dirigidos a exterminar raza alguna, a invadir países o a experimentar en cuerpos humanos vivos con tecnología y modificaciones genéticas, como hoy se sabe que hicieron los nazis, entre otros crímenes. Tampoco he encontrado evidencia alguna de convocatorias de mujeres organizadas con el único fin de enjuiciar, torturar y matar varones. No he visitado o sabido que existan museos que recojan sobrecogedoras escenas del daño físico y moral que hayan infligido las mujeres-brujas que buscaron acceso al conocimiento o las que defienden sus derechos. Siendo así, pido respeto a las víctimas de ambos genocidios y pido también respetar el valor de las palabras.
Si utilizamos las palabras para describir la realidad en lugar de moldearlas para satisfacer nuestro discurso, será más fácil irnos comunicando. Es decir, cuando hablemos de feministas entendamos que se trata de mujeres que trabajamos para exigir la igualdad de derechos. Cuando hablemos de violadores y asesinos, entenderemos que se trata de criminales. Y así, será mucho más fácil no confundir el acoso y hostigamiento con un torpe galanteo. Será también más difícil hacernos creer que denunciar y exhibir al abusador proviene sólo de ímpetus vengativos y no de la oportunidad que se presenta cuando se van rompiendo los candados que mantienen en secreto los abusos, cuando se comparten miedos y daños, cuando se recibe apoyo del entorno.
Querer minimizar el mérito de #MeToo al colgarle el adjetivo de “puritano” alerta sobre complicidades con esa forma de vida donde gana quien abusa del poder. Que cada caso denunciado reciba la atención de la procuración y de la impartición de justicia, según sus propias particularidades. Los llamados a evitar el juicio sumario podrían hasta parecer ingenuos si no escondieran una trampa. No son las redes sociales las que incitan al escarnio. Fuenteovejuna, Dreyfuss, están ahí desde antes. Es la misma plaza pública de siempre, aunque con más plataformas. En todo proceso de apertura, de “destape”, se exhiben miserias y grandezas, “pagan justos por pecadores” y hay “daños colaterales”. ¿No dicen así los poderosos líderes del mundo sobre sus batallas?
No sé cuántas mujeres usuarias del Metro en CdMx gozarían —como sugiere el manifiesto de 100 francesas— con un manoseo, ni cuántas jóvenes preferirían no atarse el suéter a la cintura para evitar que les griten o las acosen en las calles. Lo que es irrefutable son las estadísticas, que aseguran que la mayoría de las víctimas de acoso y violencia sexual son mujeres y niñas. No se niega la existencia de mujeres acosadoras, ni de varones y niños víctimas sexuales de otros varones.
Prudencia y paciencia es lo que nos ha sobrado a las mujeres. Lo dijo recientemente Javier Cercas al sorprenderse con los movimientos feministas: “hasta las más radicales son moderadas”.
Nos ahorraría mucho en esto de irnos comunicando, reconocer y aceptar que detrás de cada abuso, de cada crimen, hay una búsqueda de poder. Que es mejor llamar a las cosas por su nombre y que habemos personas que preferimos que nos pregunten: que no encontramos ridícula la necesidad de explicitar el consentimiento para los encuentros sexuales.
Entendámoslo de una vez: si sí es sí, ¡NO es NO!