Milenio Laguna

Ella intenta mantenerse suave

Y alegre. Pisar con los pies desnudos la alfombra peluda de su sala, escuchar música progresiva mexicana y que esas cosas la pongan contenta

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En una cafetería agringada de Acora Pedregal, Cinthya sirve, en promedio, 500 tazas de café y 350 paquetes de desayuno durante cada jornada. Llega a las seis y media de la mañana; se va a las cuatro de la tarde. De domingo a viernes, todas las semanas. Así han sido sus últimos cinco años.

Tiene 29. Es licenciada en letras inglesas. Traduce a D.H. Lawrence en sus ratos libres. Lo traduce para sí misma (cualquier cosa: relatos, crónicas, cartas o fragmentos de “El pez volador”, la novela que escribió en agonía y dejó inconclusa). No quiere perder la práctica. Tal vez algún día su carrera le sirva de algo… Lo dice sin ilusión y sin ironía.

Comparte su casa —un departamen­to en Villa Olímpica que heredó de su abuela materna— con una gata que se llama Frieda, como la mujer alemana que D.H. Lawrence amó con toda su alma. La imaginació­n de Cinthya todo el tiempo está llena de la poética lawrencian­a. Está, por ejemplo, esa imagen que la obsesiona: “A strange grey distance separates our pale mind still from the pulsing continent of the heart of a man” (en su traducción, Cinthya desaparece el machismo del final: no el corazón del hombre, sino el corazón humano). Es más que una obsesión: esas palabras han determinad­o la manera en la que Cinthya desea experiment­ar su vida: romper con esa gris y extraña distancia que separa a su pálida mente del misterio de su corazón, donde —todo el tiempo— plenitud, ansiedad y deseo se colisionan en extrañas guerras secretas.

Cinthya quiere existir siempre desde su silenciosa y oculta vida secreta, incluso cuando está afuera, entre la gente, y durante nueve horas seguidas, con un delantal blanco atado a la cintura, sirve 350 paquetes de desayuno que (por 160 pesos) aglutinan hotcakes, tocino, salchichas y dos huevos cubiertos con miel en el mismo plato. Y eso, obligarse a ser mística entre consumo y comida, está desgastand­o a Cinthya. Es una pelea que la reduce, que la agota, que la deprime.

Cinthya intenta mantenerse suave y alegre. Intenta pisar con los pies desnudos la alfombra peluda de su sala, escuchar música progresiva mexicana (adora a Moonatic), y que esas cosas la pongan contenta. Pero a veces,

tras una jornada pesada en esa cafetería agringada, Cinthya tiene tardes horribles en las que pierde la capacidad de sentir. En las que repudia la traducción, repudia el misterio de su corazón y repudia la poesía. Tardes en las que se acuesta en su cama y ve series en inglés —con Frieda a su lado y la computador­a abierta sobre su vientre— hasta que los ojos se le ponen rojos y comienza a quedarse dormida.

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