Felipe Ángeles sería juzgado en Chihuahua
Al General le decían “el Cerebro de la Revolución”. Tal vez era el alma. El hombre creía en aquello y dio la vida por sus creencias
Felipe Ángeles había sido soldado de la Federación antes de irse al otro bando. Se logró su captura en un combate contra Gabino Sandoval. Junto a Ángeles hubo otros cuatro detenidos. Se esperaba que les dieran a los cinco, la pena de muerte.
Se dio a conocer que llegó a Chihuahua, donde iba a ser juzgado por las presuntas infamias que cometió.
Se daba a conocer como había sido el fallecimiento de Mario Gámez en el predio Otilia de San Pedro. Según informaron testigos, el asunto tuvo que ver con disgustos agrícolas, pero no estaba de por medio al menos directamente el señor Arsenio Cubillas, dueño del predio que le rentaba a otro que a su vez le rentó a Gámez.
El presunto criminal era Enrique Farrell de unos 18 años y sobrino de Cubillas. Los ánimos estaban enardecidos. Farrell y Gámez discutieron en el predio en litigio y como Gámez sacó primero su pistola y disparó al muchacho, sin atinarle, el joven se sacó su propia pistola pero el si tuvo puntería.
México era el país de las pistolas. Todos tenían una. Lo más feo era que a todos les gustaba el chupe, desde el teporocho hasta el diputado o senador, andaban armados y con frecuencia ebrios. Esto causaba enormes tragedias. El mexicano se siente hombre si está armado. Eso perdura. Y la imprudencia también.
Desde la capital del país eran reconocidos los derechos de propiedad de muchos terratenientes. La constitución ya obligaba a dejar eso de los latifundios feudales, pero aún faltaban años para que se cumpliera. Años y sangre por correr.
En Sonora se encontraron los cadáveres de los agentes secretos del gobierno, que ya no eran agentes ni secretos, Enrique Hernández y Francisco Carrillo. Y adivine usted a quienes les echaron la culpa de esas muertes. Claro, a los yaquis.
Asuntos consulares. El cónsul mexicano García en El Paso, quien se había manifestado por la muerte de dos mexicanos, recibía un mensaje directo del presidente Carranza donde le daba a conocer que él no había dado orden de correrlo de su cargo, aunque eso le habían dicho al cónsul.
Otro cónsul, el gringo Jenkins en Puebla, pisaba la cárcel y ya tenía su reservación ocupada en la penitenciaría de Puebla, sin distingos. Lo encerraron aunque se esperaba que el senador gringo Fall, partidario de la intervención yanqui en México, empezara a opinar al respecto.
Y allá del otro lado, no podía pasar ni un carro o vapor o lo que fuera cargado de carbón, por que el gobierno gringo dio la orden de confiscar todo cargamento. La huelga de los mineros aún mantenía en vilo al país. Y ya venía el frío.