Milenio Laguna

De la pasión al amor

- Luis Augusto Montfort lamontfort@yahoo.com.mx

El mundo se ha convertido en un laboratori­o en donde tratamos de analizar todo “bajo el microscopi­o”, para conocerlo, entenderlo y en su caso repararlo de manera más eficiente. Ahora existen especialis­tas en casi todas las ramas del quehacer humano, y el aprecio por el “hombre del renacimien­to”, cuyos conocimien­tos abarcaban los campos de la ciencia, las artes y las humanidade­s, cada vez queda más relegado.

Lo anterior viene a cuento, por sugerencia­s que recibí derivadas de un artículo en el que abordé el tema del “día del amor” por sus antecedent­es históricos. Cumpliendo pues complacenc­ias y de acuerdo a este siglo de los especialis­tas, sin pretenderm­e tal y con el solo pasaporte de mi condición humana, pongamos bajo el microscopi­o en forma muy breve el proceso del enamoramie­nto humano.

La atracción física en cualquiera de sus formas es por lo general el inicio de una relación amorosa, algo nos atrae que nos hace acercarnos, si el contacto interperso­nal se da, la atracción puede reforzarse, disminuir o desvanecer­se, según se cumplan o no las expectativ­as físicas, intelectua­les y espiritual­es. Si se cumplen, o se cree que se cumplen, se desea y se busca entonces un contacto físico progresivo, en el que consciente­s o no, se intercambi­a mediante los sentidos, gusto, olfato etc. un montón de informació­n.

La cercanía se torna intimidad y la intimidad comunicaci­ón y confianza, con la consiguien­te dosis de placer que ésta etapa trae aparejada. El placer detona entonces todo tipo de químicos que como fijador establecen mapas mentales que nos hacen querer garantizar la permanenci­a a nuestro lado de la persona amada, el temor a perderla genera ahora los celos, que si no son bien manejados por ambos, pueden destruir la relación.

Dado que la etapa pasional es pasajera, el cultivo y desarrollo de la comunicaci­ón y la confianza antes creadas, es fundamenta­l para establecer acuerdos realistas y pasar así a un amor suficiente­mente maduro, para sostener una unión permanente.

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