Milenio Laguna

“El cónsul Jenkins orquestó su secuestro”

Después de muchas especulaci­ones, las autoridade­s mexicanas revelaron que el cónsul gringo, que según había sido plagiado en Puebla, había sido el orquestado­r de su plagio

- Cecilia Rojas

Sus cómplices Fortino Ayaquica y Juan Ubera decidieron entregarse y soltar toda la sopa. No crea que por buenas gentes. La verdad era que tenían mucho miedo de que en lugar de que los agarraran los mexicanos, los fueran a detener los gringos. Pero se especificó que pretendían evitar que los conflictos que teníamos ya con los EU, se pusieran aún peor de lo que estaban, porque ya estaban otra vez los vecinos prometiend­o la invasión.

De hecho algunos banqueros estaban tratando de conseguir un préstamo, que le iban a poner “el préstamo de la opresión”, para en dado caso de que los yanquis declararan la guerra a los mexicanos, pues dejarse caer con todo. De por sí que les quedaron un montón de armas de la guerra.

En contraste, los marinos de América del Sur que trajeron los restos de Amado Nervo, se despidiero­n cálidament­e de México, agradecien­do las numerosas muestras de cariño de las que fueron objeto. Y lleván- dose de vuelta a sus patrias, el agradecimi­ento de parte de los mexicanos.

Acá en Torreón les debían el pago de seis decenas a los profesores locales. El ayuntamien­to era el responsabl­e de esto. Pero los dineros eran gastados por el alcalde Guerra, según testimonio­s múltiples, en francachel­as, compra de artículos de lujo, ostentació­n en cantinas, en caballos, y la educación bien gracias.

Se emitía una airada comunicaci­ón al director de salubridad, porque a un lado del cine Imperio, en un cuartucho, vivía una mujer de mal vivir, y que se llamaba Emilia, y nomás les faltó a los quejosos decir cuánto cobraba. La cosa era que la señora armaba constantes escandaler­as y los vecinos ya estaban enojados.

Desde España llegaban noticias que indignaron a la madre patria. Cerca de la Capitanía General de Barcelona explotó un artefacto que dejó muchos lesionados. Los gendarmes andaban sobre la pista de un grupo de anarquista­s, probables rojos, de los de la peor calaña. Pero no habían logrado detener a nadie.

El primer ministro británico Lloyd George declaró que el de su parte, nunca hubiera creído posible que en su país se fuera a prohibir la venta y fabricació­n de alcoholes, tan buenos para las cortadas. Pero que veían con buenos ojos el experiment­o que los gringos realizaban acá de este lado, y que acabó muy feo.

Los aliados seguían haciéndose bolas con el famoso tratado de paz. Para entonces se consideró que iba a ser imposible su firma antes de diciembre. Las cosas dependían prácticame­nte de la decisión que tomaran los senadores yanquis.

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