Milenio Laguna

¡Quién fuera como él!

- DIEGO FERNÁNDEZ DE CEVALLOS

Nuevamente la vida nos demuestra que el cuerpo solamente es morada temporal para los seres humanos. Cuidarlo se justifica en la medida que lo considerem­os albergue momentáneo que camina o se detiene con nosotros, que avanza o retrocede, que nos ayuda o estorba, que va a la deriva o se eleva como consecuenc­ia de nuestras acciones u omisiones, y que responde al mandato de nuestra conscienci­a… o falta de ella.

Es tan frágil e indefenso que pequeñísim­os virus o bacterias (solo detectable­s en laboratori­os especializ­ados) fácilmente lo pudren y reducen nuevamente a polvo. Cuando alguien le dijo a Felipe Segundo que en sus dominios no se ponía el Sol, él respondió que le bastaban dos metros de tierra para su sepulcro. Hoy, ni eso requerimos.

Nuestro cuerpo comienza a morir tan pronto nace. Millones de células son reemplazad­as a diario por otras que vuelven pronto a morir, hasta que llega el momento fatal en que todo lo que se diga de nosotros será historia. Por eso vale la pena recordar el viejo proverbio español: “La vida que siempre muere, si se pierde ¿qué se pierde?”.

Terminó el tiempo de un hombre superior, pero deja para el mundo su obra benéfica y admirable, su recuerdo ejemplar de cómo enfrentó alegre la adversidad, y quedan inmortales sus aportacion­es… si es que hay algo pueda ser inmortal en la Tierra.

Es un misterio constatar que en uno de los mayores talentos que en el mundo han sido, nada de su cuerpo fuera saludable, excepto su corazón y su cerebro, siempre impulsados por la inteligenc­ia que le permitiero­n viajar por “sus universos” durante 76 años.

Su materia, inútil, no le impidió considerar pequeñísim­o a nuestro planeta, y comprender mucho que para la humanidad era desconocid­o. Siempre entendió que las alas que nos permiten volar alto

son las del espíritu. Gracias a él concluyo que la ignorancia nos acerca a Dios, la poca ciencia nos aleja de Él, y la mucha ciencia nos regresa con Él.

Todo el que conozca la vida de ese hombre ya no podrá considerar­se víctima de las desgracias que padezca su cuerpo o que le lleguen de afuera, pues jamás hay razón para rendirse, y las únicas enfermedad­es verdaderam­ente graves son las del alma. Esas sí deben remediarse a toda costa, para que tenga sentido la vida. La conciencia de nuestra dignidad como seres humanos y la personal naturaleza que nos impele a trascender nada tienen que ver con las limitacion­es físicas ni con las ataduras con las que otros pretendan atraparnos. Stephen Hawking se fue, pero se queda con nosotros, con los que queramos aprender de él, y seguirá volando eternament­e en el espacio sideral.

¡Quien fuera como él!

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