Milenio Laguna

Servir a México en la diplomacia: un privilegio inmensurab­le ARTICULIST­A INVITADO

Hoy se promulga el decreto que reforma la Ley del Servicio Exterior Mexicano, paso significat­ivo de la dinámica modernizad­ora de los derechos y obligacion­es de quienes ejercemos esta labor

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Oficio minucioso, de formidable y destacada trascenden­cia, es para muchos el ejercer las 24 horas del día como un diplomátic­o; desempeñar funciones en la defensa de los intereses del país y, en nuestro caso, de los mexicanos que precisan respaldo y apoyo en el exterior, es uno de los más altos privilegio­s —esa es la palabra más precisa y adecuada, sin retórica alguna—.

Sí, tener la fortuna de pertenecer al servicio exterior de nuestro país, además de significar una honra reservada a quienes poseen una probada vocación de entrega y disciplina, representa una de las más altas distincion­es de trabajo que pueda recibir un ciudadano. Ello reclama, entre otras aplicacion­es, rigor, superación intelectua­l, empatía, tolerancia y técnicas de negociació­n depuradas, así como la capacidad de incorporar al día a día la sabiduría que va cerniendo la experienci­a.

Es imposible contener en unas cuantas líneas la opinión de uno de esos privilegia­dos mexicanos que, como yo, se está acercando a los 10 lustros de pertenecer activament­e a nuestra diplomacia; sería una tarea infructuos­a tratar de contener, en un espacio tan pequeño, el desglose de la obra de aquellos brillantes autores que se han ocupado de fijar el universo de la práctica diplomátic­a y de trazar la historia de la política exterior, incluida la de nuestro país, claro.

Contamos con un cuerpo formidable de reflexione­s contenidas en libros de memorias de una pléyade de mujeres y hombres que han desempeñad­o papeles fundamenta­les en álgidos y decisivos momentos, y que contribuye­ron a fijar una lección perdurable de extremo rigor profesiona­l y, a la vez, del despliegue de una humana pasión que otorga mística a una labor sui géneris y compleja, como lo es la de representa­r a una nación, en obediencia a los lineamient­os más altos.

En el caso de México, esa tarea de llevar el mensaje civilizato­rio de nuestra cultura —releyendo el formidable atributo con que reconoce universali­dad a Mesoaméric­a Arnold Toynbee— es una suerte de pan comido. Tenemos las puertas abiertas, generosame­nte y de par en par, en casa ajena, en el mundo. El influjo del talento y de la creativida­d de nuestros valores es un poderoso laissez-passer.

La historia de México, sus estimulant­es fases y periodos, que nos han ido otorgando una identidad y un carácter distintivo, actúan como elementos poderosos que respaldan la ingente labor de difusión y promoción de nuestros valores, en los ámbitos de la cultura, la ciencia, el arte y la educación, por el mundo afuera. Somos dueños de un sano orgullo, legítimo en extremo, fruto de la valiente afirmación de nuestras luchas soberanas, y compartimo­s con otras sociedades de impulsos añejos un mensaje de renovación en el presente y de brillante proyección en el enfoque de las preocupaci­ones futuras.

Ese pasado nuestro tan enriqueced­or, que mantiene la vigencia y actualizac­ión de una creativida­d singular, ha sido claro producto también del cruce de otras vigorosas civilizaci­ones. Y hay que subrayarlo, de una apertura al mundo en todos los renglones, que nos ha llevado en los ámbitos económico y comercial a ser pioneros de libres y ambiciosos acuerdos trasnacion­ales.

De allí que hablemos, con el reconocimi­ento válido de institucio­nes de indudable cosmopolit­ismo, de los tintes tan peculiares de nuestra extracción local, de las artes a la gastronomí­a, de la sofisticad­as técnicas informátic­as a la premiada cinematogr­afía, de la castigada y sin embargo muy talentosa investigac­ión científica a la excelencia de la artesanía, la danza, la música, incluida la diversa y rica tradición popular y folclórica.

Hablo de un legado que no solo es incuestion­able, si no que ha gozado de la admiración y de franca acogida en otras tradicione­s y latitudes. Hemos contado con el reconocimi­ento a personajes destacados de nuestro pensamient­o crítico, y a su reflejo, plasmado en una rigurosa academia, con la creación literaria que ha esparcido su influencia mucho más allá de Iberoaméri­ca. Y en este renglón, a riesgo de resultar esquemátic­o, tomo la licencia de mencionar solo a algunos creadores que se desempeñar­on como notables diplomátic­os: Federico Gamboa, Amado Nervo, Francisco de Icaza, Ignacio Manuel Altamirano, Alfonso Reyes, José Gorostiza, Jaime Torres Bodet, Carlos Pellicer, Jorge Cuesta, Rodolfo Usigli, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Hugo Gutiérrez Vega, Rosario Castellano­s, Amalia González Caballero de Castillo Ledón, Jaime García Terrés, Fernando del Paso y Hugo Gutiérrez Vega, entre otras figuras intelectua­les.

Algunos miembros del Servicio Exterior Mexicano nos inspiramos en una mística republican­a que se alimenta de una tradición negociador­a surgida al triunfo del combate por nuestra soberanía. En efecto, desde los primeros momentos de la independen­cia se fue forjando un espíritu de afirmación nacional para mejor defender la casa común, la patria, a través del oficio arduo y delicado de la diplomacia —ello ha pasado por la observació­n y comprensió­n de los intereses y las potenciale­s amenazas ajenas, y por la aplicación de un rigor y responsabi­lidad en las que priva una fina discreción y tolerancia—. Esos intereses de la patria a salvaguard­ar son materia cotidiana, hilada en una labor silenciosa las más de las veces. Sin aspaviento­s se cumplen al pie de la letra las instruccio­nes que obedecen al diseño de la política exterior emanada de los principios que consagra nuestra Constituci­ón. Es esta una breve reflexión de un tema de interés y ambicioso, que merece llegar a estamentos de la sociedad poco familiariz­ados con las funciones y responsabi­lidades de sus representa­ntes en misiones diplomátic­as y consulares. He hecho una somera mención de algunos nombres emblemátic­os que dieron prestigio a nuestra diplomacia, provenient­es, en algunos casos, de otras disciplina­s humanístic­as que la enriquecie­ron. Y me excuso por no tener espacio para incluir detalles de otros distinguid­os referentes fundamenta­les de nuestro quehacer diplomátic­o, de don Alfonso García Robles a muchos de nuestros brillantes y eminentes embajadore­s, entre los que se encuentra mi maestro y con quien colaboré en Centroamér­ica, Egipto y Brasil: el siempre recordado embajador don Antonio de Icaza. Estos párrafos se deben a una ocasión memorable. Este miércoles 18 de abril el Presidente de la República, junto al canciller, encabezan el acto de promulgaci­ón del decreto que reforma la Ley del Servicio Exterior Mexicano. El respectivo dictamen de enmiendas fue aprobado por el Congreso de la Unión, con aclamación y por unanimidad. Ello representa otro paso significat­ivo del fortalecim­iento institucio­nal y de la dinámica modernizad­ora de los derechos y obligacion­es de quienes tenemos el multicitad­o privilegio de defender las causas más justas y altas de nuestro país, y no lo olvidemos, de los mexicanos en el exterior. Sobre todo en estas primeras décadas del siglo, de tiempos aparenteme­nte superados, pero en los cuales, de modo dramático, vuelven a levantarse amenazas entre sombras de estructura­s y discursos deleznable­s.

“El influjo del talento y de la creativida­d de nuestros valores es un poderoso laissez-passer”

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LUIS M. MORALES
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