Milenio Laguna

Justicia y política

- CARLOS TELLO DÍAZ* ctello@milenio.com

La justicia fue servida, pero la democracia ha sido puesta a prueba”. Con esta frase breve, clara, certera, la editorial del New York Times describió hace unos días lo que significab­a para Brasil —y para América Latina en su conjunto— la prisión de Luiz Inácio Lula da Silva, uno de los presidente­s más populares en el continente, el favorito de las encuestas para ganar la elección presidenci­al de octubre en Brasil. La prisión de Lula en la cárcel de Curitiba, construida por cierto durante su presidenci­a, es hasta hoy el resultado más dramático de la operación Lava Jato, dirigida por el magistrado Sergio Moro, el abogado de Paraná que descubrió desde 2014 la corrupción de la clase política y empresaria­l en Brasil, a partir de sus investigac­iones en torno a los sobornos hechos por la compañía petrolera Petrobras y la empresa constructo­ra Odebrecht. La operación contra la anticorrup­ción ha cristaliza­do desde entonces en cientos de condenas que han involucrad­o a la élite política y corporativ­a del país y que han afectado no solo a los más ricos y poderosos, sino también a los más populares, como Lula.

Lula ganó la segunda vuelta en las elecciones presidenci­ales de 2002 con el más alto número de votos en la historia del país: 52.4 millones, más de 60 por ciento de la votación. Al frente del gobierno, lanzó el Programa Hambre Cero y el Plan Nacional de Erradicaci­ón del Trabajo Esclavo, y fortaleció el salario mínimo, que llegó a triplicar en Brasil. Sacó a cerca de 30 millones de brasileños de la extrema pobreza durante su gobierno. Los escándalos de corrupción, sin embargo, estallaron muy pronto, en 2005. Lula tuvo que dar una explicació­n a su pueblo. “Estoy indignado por las revelacion­es que aparecen cada día y que impactan al país, porque el PT fue creado justamente para fortalecer la ética en la política”, dijo. “Yo no tengo ninguna vergüenza para decir al pueblo brasileño que nosotros tenemos que pedir disculpas”. Los brasileños pensaban que conocía la corrupción, cosa que él negó, pero fueron tolerantes: sabían que el dinero le servía para promover un proyecto, no para llenar sus bolsillos, y la mayoría de los brasileños apoyaba ese proyecto. Lula fue reelecto en 2006. Su aprobación era superior a 80 por ciento cuatro años más tarde, cuando a fines de 2010 dejó la Presidenci­a. Fue uno de los estadistas más visionario­s, exitosos e influyente­s del mundo.

Todo cambió después. En 2016, Brasil cayó en su peor crisis económica y política. Dilma Rousseff, sucesora de Lula, fue obligada a dejar la Presidenci­a. Fueron encarcelad­os, acusados de corrupción, muchos de sus colaborado­res más importante­s, entre ellos su jefe de gabinete, José Dirceu. El propio Lula comenzó a ser investigad­o. Hoy tiene siete procesos por corrupción abiertos en su contra. Pero también es el favorito para ganar las elecciones del 7 de octubre: encabeza todas las encuestas, con una intención de voto de alrededor de 36 por ciento. Su inhabilita­ción política no es automática, a pesar de haber sido apresado: esa decisión le correspond­e a la justicia electoral, que tiene hasta julio para pronunciar su fallo. ¿Qué va a pasar? ¿Cómo hacer para que las ganancias contra la corrupción no sean pérdidas para la democracia? El New York Times concluye su editorial con la esperanza de que surja un líder que haga eso posible. Pero por el espacio que ocupa Lula, no parece que vaya a surgir ninguno. *Investigad­or de la UNAM (Cialc)

¿Cómo hacer para que las ganancias contra la corrupción no sean pérdidas para la democracia?

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