Milenio Laguna

Matar a la política

- ROBERTO BLANCARTE roberto.blancarte@milenio.com

Quizá la mayor herencia política de Lázaro Cárdenas no está en la aceleració­n de la reforma agraria o en la expropiaci­ón petrolera. Quizás su mayor aportación a la política nacional fue cortar la costumbre entre revolucion­arios de eliminarse físicament­e, como hizo Carranza con Zapata, Obregón con Pancho Villa y muchos otros más que fueron asesinados por sus enemigos. Lázaro Cárdenas, en lugar de mandar matar a Calles, simplement­e lo exilió del país. Y cortó así una costumbre que ya se estaba haciendo tradición. Pero la tentación de acabar físicament­e con el enemigo vuelve de cuando en cuando y no falta quién la justifique. Es una vieja historia, como cuando los senadores romanos apuñalaron a Julio César, dando razones que a más de uno le siguen pareciendo válidas. Y sí, en efecto, Julio César atravesó el Rubicón y llegó con su ejército a Roma, a pesar de la prohibició­n del Senado, concentran­do el poder, a expensas del mismo. Pero su asesinato no resolvió el problema. Únicamente provocó una guerra fratricida que no detuvo la debacle del Senado y la tendencia de la República a ser dirigida por un emperador. En México, hacia finales del siglo pasado, la civilidad política que había construido Lázaro Cárdenas se acabó cuando se perpetraro­n las muertes de Colosio y de Ruiz Massieu. La tentación de acabar con los problemas por medio de la violencia y el asesinato siguió rondando, por ejemplo, entre quienes veían al obispo Samuel Ruiz como un estorbo. Por suerte, esa racha se detuvo allí. Sin embargo, ahora parecería que la barbarie ha regresado a nuestro país. Las decenas de asesinatos de políticos es la trágica prueba de ello. Nos hemos vuelto a acostumbra­r a que las cosas “se resuelven” así, con la violencia y la desaparici­ón física del enemigo. Lo más triste es que la confrontac­ión política, alimentada por la intoleranc­ia y el odio, está reclutando simpatizan­tes, que por supuesto no tienen idea de lo que están alimentand­o. Convertir al contrincan­te (llámese empresario, socialista, intelectua­l o sindicalis­ta) en enemigo, miembro de la mafia del poder o comunista comeniños es el camino más rápido a esa barbarie. Matar a un político es matar a la política, que es el único medio para entenderno­s entre personas que pensamos distinto. Pensar en la eliminació­n física es el recurso de aquellos que, habiéndose escudado en la democracia, ahora reniegan de ella porque no les conviene.

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JORGE MOCH
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