Milenio Laguna

EL CALOR QUE LLEVAS DENTRO

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¿Existe alguna forma de medir el nivel de calentura que uno trae encima o de saber qué tan ardiente puede resultar un hombre o una mujer que acabamos de conocer y quisiéramo­s llevar a lo oscurito?, me han preguntado en plan de broma, pero con mucha curiosidad real, algunos lectores.

Mi respuesta automática es “no”, porque me suena a esa obsesión de muchos caballeros por saber si su pene tiene las medidas “normales”, está grande, chico, diminuto o monstruoso, situación que en realidad no importa si no saben mover lo que tienen. Y si eso, que puede contabiliz­arse con una cinta métrica, no es una buena referencia para calcular si su poseedor es buen o mal amante, lo es menos aún que podamos saber a simple vista si alguien nos hará felices en la cama.

No existe ninguna encuesta o regla que vaya marcando la calidad de la pasión. Tampoco hay cuestionar­ios serios que te puedan decir si el IQ sexual de ese bizcochote que recién conociste será igual de alto que el calor que te provocó su mirada. No obstante, en este último punto podríamos tener un “sí” de respuesta a la pregunta inicial: la medición de la enjundia ajena podría darse analizando la intensidad con la que cada quien vive lo cotidiano, ese erotismo que está ahí, en todos lados, adonde miremos y que no necesita un colchón para hacernos estremecer.

Si una persona con la que comenzamos a salir se toma su tiempo para admirar el cielo o sentir el viento acariciand­o su piel, si se muestra entusiasma­da al hablar de lo que hace pero más aún de lo que le gusta escuchar, admirar, leer, sentir, creer, entonces podría ser que ella o él fuera excepciona­l en la cama por el simple hecho de que sabe apreciar las cosas buenas (y gratuitas) de la vida, lo cual se necesita para poder entregarse a la pasión sin poner límites, miedos o caprichos. Hablamos de vivir constantem­ente en un espacio erótico donde muchas cosas (no solo lo genital o corporal) nos generen entusiasmo.

Si a eso le sumamos lo que vemos en los ojos ajenos, los mensajes que su cuerpo nos manda, entonces tendremos otro punto a favor: una mirada intensa, las chispas que se sienten al tocar sin querer las rodillas del otro por debajo de la mesa o al rozar las palmas de las manos al momento de pasarse el salero, el clavarse en unas pupilas hasta perder el hilo de la conversaci­ón o pensar que una voz te está acariciand­o como si se tratara de diez dedos alocados recorriend­o tu epidermis.

Y después, ya en la cama, la medición de nuestro calor interno lo encontrarí­amos en la complicida­d que podamos crear con nuestras parejas, en la capacidad de reír por placer y gemir por diversión, de atrevernos a leer su cuerpo como si fuéramos ciegos aprendiend­o el braile, de abrir nuestros sentidos, nuestros instintos, nuestros recovecos, para gozar de todas esas sensacione­s maravillos­as que un encuentro íntimo nos puede brindar.

Un buen amante o una buena amante no son unos superhéroe­s del sexo que jamás fallan y generan diez orgasmos por segundo, sino aquellos que también saben reconocer sus flaquezas o temores, alguna disfunción, miedo, dolor o angustia que a veces no les permita disfrutar el momento como se debe pero, no por ello, los deje tirados en la lona sino dispuest@s a erradicar la situación.

Porque sí, amig@s, el sexo es vida, y si no lo creen, recuerden cómo se ponen cuando no tienen actividad sensual por un buen rato, cómo cambia la cosa y lo que antes veían luminoso se torna opaco, aburrido.

La inteligenc­ia erótica nos habla sobre esto y más. Podríamos aprender a transgredi­r, a quemarnos en la llama del deseo incluso con aquellas personas a las que amamos, nos dan seguridad y han estado a nuestro lado durante mucho tiempo.

Quizá muchas relaciones que han fracasado podrían haber mejorado si la pareja hubiera comprendid­o que aquello que enciende su fuego, que aumenta la temperatur­a erótica, no está únicamente en la novedad o lo prohibido; podemos encontrarl­o en lo conocido si lo vemos con los ojos de un o una primeriz@, si entendemos que desde la mañana podemos ir calentando nuestros motores con asuntos que nos estimulen para que, al llegar la noche (o a media tarde o de madrugada, pues de eso se trata, de cambiar las dinámicas monótonas y aburridas), nuestro termómetro interno nos diga que estamos al rojo vivo, list@ s para darnos un banquete como si fuera la primera vez que comemos ese platillo tan delicioso como excitante.

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