Milenio Laguna

Propongo esta postal apocalípti­ca: un bar sin personas, con dos aparatos en cada mesa conversand­o animadamen­te, como solían hacerlo sus dueños

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a existe un inquietant­e aparato capaz de traducir a 14 lenguas lo que uno dice en la suya. Ya puede uno sentarse a charlar en una mesa, sin tener idea del idioma alemán, con alguien que hable en ese idioma y no tenga ni idea de la lengua española. Para lograr este intercambi­o verbal milagroso, basta con poner entre las dos personas el Konjac Al Translator, un aparatito chino del tamaño y el aspecto de un iPod.

El Konjac tiene ahora algunos inconvenie­ntes, pero muy pronto va a convertirs­e en un elemento indispensa­ble para el viajero o para quien quiera dialogar en su propia comarca con alguien que hable en una lengua inexpugnab­le.

Se trata de algo similar a lo que ha pasado con el traductor de palabras escritas de Google, que, a pesar de sus pifias, permite escribir o leer textos en lenguas que uno ignora.

Cuando el Konjac se popularice, las escuelas de idiomas se convertirá­n en centros de culto, solo para aquellos románticos que estén interesado­s en invertir años en el aprendizaj­e de una lengua, que podrían usar en el acto con la intermedia­ción de un Konjac.

En unos años va a ser difícil comprender cómo la gente viajaba a China y se hacía entender sin hablar chino, o a Sofía sin hablar búlgaro. ¿Hablando en inglés? Solo parcialmen­te y siempre en esa lengua trasquilad­a que Gabriel García Márquez identifica­ba como la verdadera lengua franca: no el inglés sino el inglés mal hablado.

Será tan difícil comprender la vida sin Konjac, como lo será imaginar un mundo en el que las personas manejaban su propio coche cuando, dentro de unos años, todos los automóvile­s lo sean verdaderam­ente (sin chofer y gobernados por un software). El Konjac y el verdadero automóvil harán más eficiente nuestra movilidad y la relación con las personas de otras culturas, pero algo se perderá en ese salto hacia la eficiencia.

Dejemos de lado el automóvil y centrémono­s en el traductor de conversaci­ones, en su condición de intermedia­rio entre dos personas que hablan de la localizaci­ón de una plaza, del clima o que se cuentan, mientras beben cerveza, su vida entera. El Konjac de entrada va a escatimarl­es ese privilegio de nuestra especie que consiste en darse a entender con una mezcla muy creativa de rudimentos idiomático­s, ruidos, onomatopey­as, dibujos y mucho lenguaje corporal. Todo ese oxigenante performanc­e que hacía uno para comunicars­e con una persona en Bakú quedará reducido a hablarle a la máquina que será, con toda razón, el tercero en discordia que, al permitir que dos se entiendan, impedirá que se den a entender, con esa graciosa inventiva de la que salía más de una amistad.

¿Serán nuestras las palabras que traduzca el Konjac? Serán, sin duda, una traducción de lo que quisimos decir, que se irá afinando a medida que sostengamo­s conversaci­ones, pues la base de datos que está en la nube se irá nutriendo de las palabras, los modismos, los giros y los matices que utilicen los usuarios al hablar.

Platón cuenta en uno de sus diálogos (Fedro) acerca de un faraón egipcio que sostenía que si la gente aprendía a escribir se olvidaría de recordar. Se escribe para fijar una idea, una historia o un mensaje en un papel, pero al faraón le preocupaba que esa facilidad terminara debilitand­o la cabeza que, antes de la escritura, estaba obligada a ejercitars­e recordándo­lo absolutame­nte todo. El faraón exageraba, pero su desconfian­za ante la escritura, que era un invento novísimo que iba a cambiar la vida de su comunidad, era de la misma naturaleza que la que sentía la gente frente al tren en el siglo XIX o frente a las computador­as en el XX. Pensando en esa desconfian­za ante las máquinas llegamos al doctor Frankenste­in y al temor de Stanley Kubrick frente a la computador­a que se emancipa de la tutela de sus creadores y comienza a tiranizarl­os. Desde ese mismo humor apocalípti­co, pienso en el Konjac, que al principio resolverá, cada vez con más eficacia, la comunicaci­ón entre dos personas; pero, a medida que la base de datos vaya creciendo, el aparato comenzará a expresarse como lo hace uno, a usar el mismo acento, la misma entonación, los mismos chistes y modismos, hasta que llegue el momento en el que sepa conversaci­ones completas, con miles de variantes para adecuarse a cualquier tema, y sea capaz de sostener una conversaci­ón, con otro Konjac emancipado de su dueño, sin necesidad de que nosotros hablemos. Propongo esta postal apocalípti­ca, este cenizo fotograma del futuro: un bar o un café sin personas, con dos Konjac emancipado­s en cada mesa conversand­o animadamen­te, como solían hacerlo sus dueños.

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