El ocaso del PRI
La disidencia en el partido tricolor no fue un tema menor y elección tras elección anunciaba el desastre para 2018; nadie hizo nada y patear el bote se volvió consigna
Es desproporcionado culpar al candidato Meade o a su campaña por el desastre de la elección; el resultado estaba cantado
En el grupo gobernante actual era común destacar la buena relación del gobierno con el PRI y decían que a ellos no les ocurriría lo que al ex presidente Zedillo: entregar el poder a la oposición y que con ellos habría sana cercanía. Lo cierto es que el PRI vivió una actitud de sumisión sin precedente, sin capacidad critica ni nada. Tal sometimiento es una de las causas mayores de la derrota.
Desde 1994, en el PRI se emprende un vacilante proceso de liberación y democratización. Antes, en la presidencia de Miguel de la Madrid, la corriente democrática había sido expulsada, dando lugar al Frente Democrático Nacional y después al PRD. La sana distancia de Zedillo tenía varios referentes: que el partido tomara por sí mismo sus decisiones; resolver el tema del financiamiento ilegal mediante una reforma electoral, tema que incluiría a todos los partidos, y que fuera un proceso interno competido el que definiera al candidato presidencial.
Esta situación tendría lugar en medio de una crisis financiera sin precedente; la secuela de los homicidios de Luis Donaldo Colosio y José Francisco Ruiz Massieu; la designación de un procurador que garantizara independencia del presidente; el encarcelamiento del hermano del ex presidente Salinas; el levantamiento zapatista y el protagonismo mediático del subcomandante Marcos; y la convocatoria de Cuauhtémoc Cárdenas a un gobierno de salvación nacional. En este entorno surgen voces disidentes en el PRI.
No fue un tema menor, lo más visible y trascendente fueron los candados para que los candidatos a presidente y gobernador vinieran del mismo PRI, es decir, que un cargo de elección popular se volviera requisito de elegibilidad. A partir de allí, la sucesión presidencial se daría entre secretarios del gabinete con cargo de elección y gobernadores. El presidente mantuvo el poder de designar dirigente del PRI. Los nombramientos, numerosos por el desgaste de derrotas a las que no estaba acostumbrado el tricolor, recayeron invariablemente en políticos de indiscutible carrera partidaria, nada parecido a lo que ocurriría con Enrique Ochoa, surgido del estrecho grupo gobernante.
La disidencia en el PRI no fue un tema menor. En los tiempos de Zedillo estuvo el grupo Galileo de senadores, las críticas discretas de ex colaboradores de Colosio, el llamado cártel del Golfo integrado por destacados y poderosos gobernadores, el activismo de Roberto Madrazo y seguidores. Más tarde surge el Tucom y ya recientemente la lucha de Manlio Fabio Beltrones en pos de la candidatura presidencial de 2012. De allí en delante desaparece toda iniciativa de independencia o disidencia, a pesar de que el prestigio del PRI y del gobierno iba en picada.
Elección tras elección anunciaba el desastre para 2018. Nadie hizo nada. Patear el bote se volvió consigna. La elección de Coahuila se resolvió con el robo de 30 por ciento de los paquetes electorales, avalado por el Tribunal Electoral contra la postura del INE. El autor intelectual, el gobernador Rubén Moreira, fue elevado al número 3 en la jerarquía partidaria, como si el expediente pudiera repetirse el 1 de julio.
Es desproporcionado culpar al candidato Meade o a su campaña por el desastre de la elección. El resultado estaba cantado y, en todo caso, lo inexplicable es que a lo largo de la contienda el PRI decidiera desacreditar a Ricardo Anaya y criticar marginalmente a López Obrador. Morena no hubiera arrollado, tampoco López Obrador hubiera alcanzado la mayoría absoluta de los votos, y así es porque cada punto que perdía Anaya era tomado por López Obrador. ¿Cuántos votos le costó a Anaya la embestida del gobierno y del PRI? 8 o 10 puntos. Con ello el PRI cavó su tumba y abrió la puerta grande a la resurrección de la Presidencia Imperial, al México de un solo hombre, al del partido hegemónico.
Es poco lo que pueda hacer el PRI en la nueva circunstancia si persiste en la negación de la reflexión crítica y la libertad de deliberación, tarea incómoda a quienes han mandado en el pasado reciente, algunos de ellos acomodados en las reducidas fracciones parlamentarias. Los cuchillos largos iniciaron con señalamientos —plenos de oportunismo— de Emilio Gamboa, uno de los favoritos y el legislador más influyente desde la primera alternancia. Por lo pronto, lo obligado para el PRI es mantener la unidad y, segundo, esperar para no anticipar una guerra fratricida por lo poco que queda; tercero, propiciar un proceso honesto de reflexión que seguramente los llevará a la conclusión de que el PRI como tal ya se acabó, que lo único que queda es reinventarse en un entorno más que incierto, claramente hostil.