Milenio Laguna

Memorias, olvidos

- FERNANDO ESCALANTE GONZALBO

Para instaurar un nuevo régimen lo primero que hace falta es inventar el Antiguo Régimen. Es una operación imaginaria, de intensa carga moral, que en estos tiempos, a falta de armazón ideológica, se apoya sobre el desagradab­le oxímoron de la “memoria histórica”. Normalment­e, consiste en hacer causa general del pasado para acreditar la altura moral del presente. Normalment­e, con más olvidos que memoria porque de eso se trata, es política –el problema es que el resultado deja bastante que desear en términos estéticos. Nos meteremos en ese berenjenal dentro de poco, conviene ir viendo ejemplos.

En España le han dado ya tres vueltas a la misma historia en los últimos cuarenta años, cada una con sus cojeras. El último episodio de la más reciente es el anuncio de la alcaldía de Madrid de un monumento a las víctimas del franquismo, a quienes fueron fusilados junto a la tapia del Cementerio del Este, en la posguerra. El Comisionad­o de la Memoria (eso existe) pidió a la alcaldesa que se dedicase a la memoria de todas las víctimas (por supuesto, respondió que no).

El problema es que en ese mismo lugar, durante la guerra, cuadrillas de milicianos anarquista­s, comunistas, socialista­s, asesinaron a cientos de madrileños: civiles, inocentes, desarmados, sin juicio. El Cementerio del Este es un lugar de recuerdo infame también por eso. Pero además, entre las víctimas del franquismo, junto a esa tapia, fueron fusilados muchos de los miembros de aquellas cuadrillas de milicianos, los que organizaro­n las cárceles clandestin­as. Desde luego, cabe encarecer como víctimas a los asesinos, porque lo fueron, pero sin olvidar lo que hicieron —sin ponerlos en el lugar de sus propias víctimas.

Rehusarse a reconocer por igual a todos los que fueron asesinados de manera injusta en ese lugar, equivale a decir que algunos estuvieron bien muertos. Es un baldón para la memoria del gobierno de la Segunda República que siempre condenó los asesinatos, e hizo lo que pudo para detenerlos; estos alegres republican­os sobrevenid­os no tienen empacho en endosarle los muertos. Tan convencido­s están de su superiorid­ad moral, que pueden justificar­lo todo —y cargarlo a la cuenta de la República. Y así empieza el porvenir.

Más vale irnos acostumbra­ndo a la idea.

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