Milenio Laguna

El virus del olvido

Entre tanta memoria artificial, poco se espera ya que uno guarde en la bóveda craneana. La informació­n que treinta años atrás estaba conectada indisociab­lemente a emociones y sentimient­os vivos

- XAVIER VELASCO

NPara Carlos Marín, de corazón.

o sé por qué me extraña que se oxide, si de hecho cada día la uso menos. Todo conspira, aparte, para hacer redundante­s los pujidos tenaces de la memoria. Recuerdo, de la infancia, infinidad de cifras, siglas y claves que perdieron sentido con el paso del tiempo, como las direccione­s y teléfonos de varios compañeros de la primaria: empeñado en sacar algún provecho de todo aquel cascajo neuronal, suelo usar algo de esa informació­n para armar contraseña­s informátic­as que creo inexpugnab­les para cualquier mortal que no pueda leerme el pensamient­o. ¿Pero a quién le preocupan los motivos que pude haber tenido para mezclar las placas de un auto de mi madre con el número telefónico de cierto compañero de pupitre? De una u otra manera el teléfono guarda todas mis contraseña­s en algún disco duro inmarcesib­le al que devotament­e llamo

nube, sin jamás confundirl­as entre sí ni equivocars­e a la hora de anotarlas.

Con alguna frecuencia se nos reprochan ciertas imperfecci­ones en la memoria. Parecería a veces que olvidamos más rápido todo aquello que estorba a nuestra paz de espíritu, igual que se interponen los huesos y la cáscara en el acto de disfrutar la fruta. Antes la gente no filtraba ni el agua, hoy día percibimos la realidad a través de infinitos filtros binarios que permiten excluir toda la informació­n que no nos acomoda. Ya sea que venga ésta del pasado remoto o de hace diez minutos, usamos nada más lo que encontramo­s útil y lo demás bien puede darse por falso. La Historia, para colmo, se ha hecho configurab­le al gusto del usuario, que la juzga y digiere de acuerdo a los parámetros que le acomodan a la hoy tan aclamada ley del menor esfuerzo. ¿Cómo es que ese fascista del tal Sócrates no tuvo a bien alzar la voz contra la esclavitud?

Nunca la informació­n estuvo tan cerca, ni el olvido soñó con ser tan poderoso. La gente ya no sabe lo que sabía, sino lo que es capaz de googlear, a través de una prótesis que potencia ilimitadam­ente sus alcances, si bien le empuja a la amnesia instantáne­a. Googlemos, por ejemplo, el nombre de una actriz entrada en años o recién fallecida: una gran mayoría de las fotografía­s encontrada­s serán de su vejez, y si hoy dimos con diez de las antiguas, no sería tan raro que de aquí a pocos años quedaran tres, o dos, o ya ninguna. A la gente le pesa recordar, entre la gritería que apenas deja tiempo para atender a unos cuantos mensajes previament­e fi ltrados según perfi l, antojo, credo o intereses, como serían las noticias, los tuits, la música, la publicidad y un altero virtual de informació­n chatarra que asimismo se irá tal como vino, o acaso dormirá el sueño de los justos en un rincón ignoto de la nube. Para encontrar un tiempo así de olvidadizo, puede que sea preciso remitirse —en proporción, se entiende— a épocas anteriores a la invención de la escritura.

Nunca antes fue tan cándido el hoy vetusto anhelo de posteridad. Ya a la mitad del siglo pasado Albert Camus se preguntaba cuál sería el libro capaz de perdurar por siquiera diez mil fugaces años, ya no digamos hasta la eternidad. Hoy día, echar la vista cinco lustros atrás parecería un acto de espiritism­o. Varios de los nacidos desde entonces dudan de que existieran por esos cavernario­s anteayeres los celulares, las computador­as y quién sabe si no el cine a color —déjenme que exagere, en bien de la metáfora— pero no tienen tiempo que invertir ni una gran comezón por indagarlo, con tanta competenci­a en el ciberespac­io y todos esos filtros a manera de almenas que les devuelven a su zona de confort, donde cada recuerdo peca de relativo, cuando no fantasioso y al fin configurab­le.

Una de las razones por las que rara vez tolero una reunión de ex alumnos tiene que ver con la asombrosa falta de memoria histórica que suele distinguir­las. Cada uno recuerda lo que más le conviene, o dice recordarlo por no quedarse atrás en el anecdotari­o, o asegura que estuvo en alguna aventura donde nadie lo vio y cuenta una versión tergiversa­da que ya varios celebran con una ligereza que el memorioso encuentra criminal. Pero qué le va a hacer, si ya se ve que el olvido consuela y en realidad qué importa lo que pudo pasar o no anteayer.

Entre tanta memoria artificial, poco se espera ya que uno guarde en la bóveda craneana. La informació­n que treinta años atrás estaba conectada indisociab­lemente a emociones y sentimient­os vivos, hoy aguarda en el vientre de una máquina a que se la consulte a ojo de pájaro, para que no se diga que le escasea a uno esa entelequia tiesa que los antiguos llaman memoria histórica.

Olvidamos más rápido todo aquello que estorba a nuestra paz de espíritu, igual que se interponen los huesos y la cáscara en el acto de disfrutar la fruta

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HÉCTOR TÉLLEZ Carlos Salinas de Gortari, ganador de la elección presidenci­al de 1988, tras la caída del sistema.
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