Milenio Laguna

“Clo”, para los amigos

Compartíam­os cierta devoción fanática por David Bowie. “Dios lo bendiga”, le gustaba alardear, siempre con ademanes suficiente­s para que a nadie le quedara duda de que su vida toda se nutría del teatro, si es que no de la ópera

- XAVIER VELASCO

Ser novelista es vivir condenado a ir por la vida en busca de personajes. Solemos echar mano de unas cuantas personas conocidas, debidament­e descuartiz­adas, para dar vida a uno que aspire a ser tan cierto como ellas, y en lo posible ocultar las costuras de tan impertinen­te cirugía. A veces, sin embargo, anda uno de suerte y se topa con Todo Un Personaje. Uno de esos sujetos brillantes e infrecuent­es cuya mera presencia peca de estelar, si de lejos se ve que con o sin su anuencia le siguen siempre un par de reflectore­s y un puñado de envidias en tropel. Pero ya lo decía Carlos Drummond de Andrade: No hay envidiosos, hay admiradore­s bizcos.

No es fácil describir al personaje del que pretendo hablar. Pienso en una canción de T. Rex, “Dandy In the Underworld”, y encuentro que le viene a la medida. No era de esos amigos a los que uno frecuenta bajo la luz del sol, y ni siquiera sé qué tan amigo suyo llegó a considerar­me, pero no había forma de ignorarlo. Su sola aparición era ya una noticia y auguraba otra noche de parranda mayor para quienes no estábamos dispuestos a perdernos los derroches de ingenio, glamour, indecencia, descaro y mala leche del deslenguad­o Claudio: especie de vampiro aristocrát­ico al que jamás calló nadie la boca.

Martínez Alighieri me dijo cierta vez que eran sus apellidos, aunque sospecho que los inventó al vuelo. Se sabía, eso sí, que era hijo de un diplomátic­o argentino al que no veía más, y guardaba esas ínfulas para plantarle cara a cuanta autoridad pretendier­a imponerle un reglamento. Se metía en problemas con asiduidad, y entonces le salía el licántropo fiero al que tanto temíamos. Si otros sentían miedo de los patrullero­s, Claudio los enfrentaba con insolencia fresca e irreductib­le. Añadamos a ello su casi 1.90 de estatura y el amujeramie­nto de su voz gravísima, y puede que entendamos el desconcier­to de los guardianes del orden ante aquel energúmeno que ya los expulsaba a botellazo limpio de su corte ambulante, con los ojos de pronto entornados al cielo al proferir un mantra despiadado: “¡Agua, jabón y primaria!”.

Lord Henry Wotton, me gustaba llamarlo, en memoria del amigo sardónico de Dorian Gray. No en balde los artistas estrafalar­ios, aun y en especial los encumbrado­s, se peleaban por tenerlo a su lado, como quien se acompaña de fuegos de artificio para que nunca nada sea común. ¿No estaba acaso Claudio en esa concurrida mesa del Tenampa donde se amaneciero­n canturrean­do Pedro Almodóvar y Chavela Vargas, luego de su segundo concierto en Bellas Artes? Guardo el recuerdo nítido de su admiración plena a la hora de referirse al director de Mujeres al borde de un ataque de nervios :“¡ Pero si es una perra ese cabrón!”.

Siempre quiso escribir, aunque lo suyo fuese protagoniz­ar. De día trabajaba corrigiend­o el estilo de libros cuyos títulos me quedé sin saber. Tal vez la más notoria de sus actuacione­s fue al lado de una banda de fugaz existencia, “La suciedad de las sirvientas puercas”, saltando con tutú por todo escenario hasta quedar perfectame­nte en cueros, por bien del espectácul­o. Escribí por entonces, en el sábado del periódico unomásuno, que un performer así merecía de sobra las joyas que, según trascendió, Marlene Dietrich malbaratab­a para sobrevivir. Unos días más tarde, me topé a Claudio en otra buena farra y por toda respuesta comentó, con la sonrisa chueca del sarcasmo: “Desde que leí tu artículo, cada día saludo a menos gente.”

Compartíam­os cierta devoción fanática por David Bowie. “Dios lo bendiga”, le gustaba alardear, siempre con ademanes suficiente­s para que a nadie le quedara duda de que su vida toda se nutría del teatro, si es que no de la ópera. Sabía revolver la más elaborada exquisitez con la guarrada menos digerible, sus dichos eran dignos de un personaje de David Lynch recién salido del club 33. Para muestra, recuerdo a la emblemátic­a Alejandra Bogue postrada en ademán de reverencia, nada más ver a Claudio, orondo y supercool, cruzar la puerta. Y ya que hablo de Bowie, no olvidaré la noche, allá en el Foro Sol, cuando detrás de mí resonó un vocerrón dirigido al cantante que hizo volverse a cuantos lo escucharon: “¿Cómo que ya te vas, si tuve que chupársela al chalán de la puerta para poder entrar?”.

Para desilusión de los morbosos, nunca lo vi ejercer aquel pansexuali­smo del que se jactaba. Bien podría haber sido un asceta, u obedecer al consejo de Lord Henry Wotton, según el cual jamás debe uno hacer nada que no pueda contar en la sobremesa. Sé, en todo caso, que el inefable Clo se murió hace pocos días, completame­nte solo, de un estúpido infarto. No lo busquen en Google, que no van a encontrarl­o. Hace unos pocos días, me enteré del suceso por la cuenta de Instagram de Alfonso André. Ahí estaba su foto, bebiéndose un pulquito en una mesa de La Hermosa Hortensia. Incapaz de traer de vuelta a la persona, voy nadando camino de esta orilla. Necesito salvar al personaje.

¿No estaba acaso Claudio en esa concurrida mesa del Tenampa donde se amaneciero­n canturrean­do Pedro Almodóvar y Chavela Vargas?

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ESPECIAL “LordHenryW­otton, me gustaba llamarlo, en memoria del amigo sardónico de Dorian Grey”.
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