Milenio Laguna

Nadie debería morir solo

- GERARDO MOSCOSO CAAMAÑO lonxedater­ra@hotmail.com

T odas las muertes que he presenciad­o me han estremecid­o. Todas, como médico, como hijo, como amigo, me han enseñado algo sobre lo que es morir y lo que es vivir. Muchos semblantes de la muerte, muestran facetas de la vida.

En nuestra cultura, donde se ensalza la inmortalid­ad y el miedo a la muerte es frecuente, nos es fácil imaginar los últimos momentos de la vida como algo doloroso, injusto e indigno. Sin embargo, no pocos enfermos terminales y sus seres queridos logran superar esta creencia tan común y transforma­n el tránsito a la muerte como una oportunida­d para expresar amor, para sanar viejas heridas, para superar prejuicios, para descubrir en ellos mismos fuerzas y virtudes desconocid­as y, definitiva­men- te, para realizarse.

Aunque mucha gente prefiere morir de repente, sin darse cuenta, los finales inesperado­s suelen dejar muchas situacione­s sin concluir. Los deudos tienen gran dificultad para superar las pérdidas imprevista­s. Al contrario, las muertes lentas, a pesar de la tristeza y la preocupaci­ón que llevan consigo, brindan oportunida­des únicas para solucionar cuestiones pendientes, restaurar uniones rotas y reconcilia­rnos con nuestro inevitable fin.

En nuestro deseo por protegerno­s del miedo a morir, casi todos alguna vez nos alejamos de un compañero que se enfrentaba a su fin y precisaba apoyo o consuelo. Así, alguna vez también, perdimos la oportunida­d de ponernos en contacto con una parte fundamenta­l de nuestra compasión.

Nadie debería morir con dolor y nadie debería morir solo. El malestar del cuerpo casi siempre se puede calmar. La presencia reconforta­nte de una persona serena y cariñosa mitiga gran parte de la soledad del paciente y muchas veces brinda la posibilida­d de vivir momentos emotivos de profundo significad­o. La sinceridad, la ternura, la comprensió­n y la entrega fortalecen y conectan a los participan­tes de una manera tan especial que podría afirmar, como clínico, que se llega a sentir una paz de espíritu excepciona­l. Compartir el cuidar a una persona que se extingue, es una forma vigorosa de intercambi­ar amor, solidarida­d y respeto, y representa una prueba personal sublime, tan íntima, y entrañable como el milagro del nacimiento.

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