El nirvana
Queda claro que la juventud, aunque hace más de cincuenta años que lo intenta, no experimenta, de momento, ninguna rebelión
Al principio de la década de los años sesenta, Octavio Paz escribió, en un ensayo titulado Hartazgo y náusea, que las dos grandes transformaciones sociales de aquella época eran la rebelión de los jóvenes y la emancipación de la mujer. “La segunda es sin duda más importante y duradera”, dijo: “Es un cambio comparable al del neolítico”. El neolítico transformó la relación de nuestra especie con la naturaleza, del mismo modo en que la mencionada emancipación ha ido, efectivamente, transformando la relación entre hombres y mujeres y, consecuentemente, la dinámica familiar, las relaciones sociales, el mundo laboral, etcétera.
A pesar de que la igualdad entre hombres y mujeres tiene que recorrer todavía un largo camino, no puede ya compararse la vida que tenían las mujeres al principio de los años sesenta, con la que llevan sus pares en el siglo XXI.
Octavio Paz tenía razón con eso del neolítico, pero no acertó con la rebelión de los jóvenes que al final ha quedado en un episodio florido y breve, que duró lo que tardó el jipi en ponerse a bailar como John Travolta, y que a lo largo de los años ha ido reapareciendo de una forma cada vez menos convincente. Paz no acertó porque el mundo ha terminado siendo otra cosa distinta de lo que entonces prometía, y la lectura de su ensayo nos sitúa en aquella época en la que los jóvenes decían en masa, dice Paz: “Yo no quiero ser parte de este mundo que ha inventado los campos de concentración y ha arrojado bombas atómicas sobre Japón”.
Esa juventud se veía como la heredera del desastre que dejaban sus mayores, cosa que podrían suscribir también los jóvenes de hoy, y veía con naturalidad la fantasía freudiana de asesinar al padre, “una realidad psicológica de la era industrial”, apunta Paz.
A través de la figura del padre asesinado se puede situar a la juventud del siglo XXI frente a la de los años sesenta; los adultos entonces eran más adultos, había una separación muy clara entre ellos y sus hijos, la frontera entre el muchacho y el señor no admitía ambigüedades y no podía haber confusiones frente al objetivo del asesinato freudiano: había que matar a ese otro que te heredaba un planeta lamentable con bombas atómicas y campos de concentración. Pero en el siglo XXI esa frontera se ha difuminado, las nuevas tecno- logías han barrido las diferencias, padres e hijos tuitean, oyen música en Spotify, se tatúan una greca maya en la nuca, la muñeca o en las canillas, y se visten con prendas parecidas. En estas condiciones la fantasía freudiana se ha desdibujado: el joven mata a su padre, no a su compadre.
Queda claro que la juventud, aunque hace más de cincuenta años que lo intenta, no experimenta, de momento, ninguna rebelión. A menos que llamemos rebelión a esa tribu de
nerds que inventa gadgets en Silicon Valley. No hay rebelión, pero Paz apunta en su ensayo una idea bastante precisa que puede tras- ladarse a esta época nuestra: “Los jóvenes no odian ni desean: aspiran a la indiferencia. Ese es el valor supremo. El nirvana regresa”.
La idea de que los jóvenes ni odian ni desean desarticula de golpe la fantasía freudiana, porque nadie asesina a su padre desde la apatía, sin embargo el concepto del nirvana es útil. El nirvana sigue regresando a estas alturas del siglo XXI, de una forma menos jipi, digámoslo así, se trata de un nirvana industrializado que sale a raudales por las pantallas, pues ellas nos transforman, nos iluminan y, en ciertos casos, promueven nuestra reencarnación.
Paz escribe unas líneas que parecen destinadas a explicar el auge de la espiritualidad New Age que inunda nuestra época: “También las doctrinas de Buda y del Mahavira nacieron en un momento de gran prosperidad social y las ideas de ambos reformadores fueron adoptadas con entusiasmo no por los pobres sino por la clase de los mercaderes. La religión de la renuncia a la vida fue una creación de una sociedad cosmopolita y que conocía el desahogo y el lujo”.
Nosotros ni vivimos una gran prosperidad social, ni gozamos del desahogo y el lujo, pero sí participamos de la sociedad cosmopolita que está, siempre hiperactiva, en internet; igual que ha allanado las diferencias entre padres e hijos, la Red ha uniformado los gustos, las angustias y las preocupaciones de todo ciudadano que tenga enfrente una pantalla. El nirvana industrializado es el que tiene a la población abducida, atomizada en millones de terminales, individualizada en unidades absortas en la realidad hiperveloz de la Red; es el que nos ilumina con la luz que produce la pantalla. La rabieta individual online, en eso ha quedado la rebelión de la juventud.