Milenio Laguna

Gil cerraba la semana después de tallar su alma contra la dura piedra de la vida cotidiana; un esfuerzo sobrehuman­o lo llevó a la duela de cedro blanco y halló Lanochedel­ostiempos

- Gil Gamés gil.games@milenio.com Gils’enva

il cerraba la semana después de tallar su alma contra la dura piedra de la vida cotidiana. Un esfuerzo sobrehuman­o lo llevó a la duela de cedro blanco. Encontró un libro de Antonio Muñoz Molina, el escritor español que escribió Beltenebro­s, El jinete polaco, La noche de los tiempos; ese libro: Días de diario (Seix Barral, 2007) el cuaderno de bitácora que llevó durante los meses en que escribió su novela El viento de la Luna (2006). Gilga arroja unos cuantos fragmentos a esta página del fondo. Volví anoche a mi libro posible, a mi libro quizás improbable. ¿Qué quiero contar en él? No parece que haya más historia que la mía ni más personaje que yo mismo. Como dijo aquel crítico con tanta malevolenc­ia, aunque tal vez con precisión, puede que yo sea un novelista venido a menos. En el ordenador portátil que compré el otro día pasé gran parte de la tarde escribiend­o a tientas cosas en mi libro. […] mi protagonis­ta apenas hace nada más que divagar, y pensar en la Luna. Me da mucho miedo pensar que la novela no salga bien, porque en estos tiempos creo que es imprescind­ible y urgente para mí terminar una buena novela. Vital para mi buen nombre y para mi confianza en mí mismo, tan debilitada últimament­e. Como siempre, la expectativ­a de empezar a escribir tiene parte de ilusión y otra de miedo. Siempre parece que no va a salir nada: pero ayer me salieron más de seis páginas, en un tono que se parece poco a lo que yo suelo escribir, con ligereza y mucho diálogo. No sé si también será algo insustanci­al. Ponerse cada tarde a escri- bir una novela es una felicidad para la que en el fondo no hay sustitutiv­os. Hoy vuelve el miedo, aunque tengo borradores adelantado­s, puntos de fuga que será valioso explorar. Lograr un artificio a la vez cerrado y flexible, que tenga unos cuantos límites temporales y espaciales muy claros y, sin embargo, admita la máxima libertad. El modelo, en el fondo, es Amarcord. No hay que resaltar la tristeza del paso del tiempo porque estará implícita en la manera de mirar hacia el pasado. Los personajes han de tener una vitalidad animada y cómica, pero a la vez se sabe o se intuye que están muertos, y que ese presente en el que se los retrata se perdió hace mucho tiempo. De pronto me doy cuenta de la afinidad que hay entre ciertos episodios de mi libro y Radio Days de Woody Allen: sobre todo, el paseo por el centro de la ciudad con la tía coqueta y fantasiosa y el novio. Pero Radio Days también viene en línea recta de

Amarcord, modelo que yo sí he tenido presente desde el principio. […] leí The Facts, la autobiogra­fía de Philip Roth, tan deslumbran­te como todo lo suyo, con una capacidad estremeced­ora de retratar la conciencia humana y la riqueza de los lazos familiares. Esta vez tendré que reescribir más que en libros anteriores, pero es que quiero que éste quede mejor que nunca, lo más limpio posible, sin el menor grado de autoindulg­encia. La mejor poesía americana como modelo, o la prosa de Joseph Brodsky. Ejemplo inalcanzab­le este último, pero que está bien tener como punto de referencia en el horizonte. Un poco de whisky en el momento adecuado serena el cuerpo y afila la atención, y cuando se toma después de trabajar es un regalo merecido y juicioso que se hace uno mismo. ¿Cómo habrán sido las páginas que uno estuvo a punto de escribir y no escribió? Una historia fantasma de la literatura. Estos escritores americanos, con sus novelas en tapa dura a las que les hacen caso en el mundo entero, con sus casas coloniales en el campo, dan una impresión de solidez que a uno le hace sentirse fatalmente encogido, con poca sustancia y poco fundamento. No sé por qué, pero a mí los complejos se me acentúan según me hago mayor. Borges aseguraba, con coquetería de celebridad mundial, que él era “un mero escritor sudamerica­no”. Yo soy un mero escritor español, en un mundo tan grande. Me acuerdo del letrero que vi en una camiseta en una tienda del Village: I’m huge in Japan. “En Japón soy alguien”. Éste es el momento del miedo, el de empezar a escribir y sentirse sin fuerzas para hacerlo, sin inspiració­n, con un abatimient­o que no parece posible vencer. Éste es el momento que hay que salvar siempre, como se da un salto para salvar una zanja, sintiendo de golpe toda la torpeza y la cobardía del cuerpo. Tengo hecha una gran parte de lo que podría ser el último capítulo, y esta noche he de intentar acercarme lo más posible al final. Me parece que corro en un sueño y que no me he movido del lugar donde estaba. Lo asombroso es que uno avance, a pesar del miedo, de la incertidum­bre y del desánimo, que los libros se vayan escribiend­o, una palabra tras otra, una página tras otra. Sí. Gil toma la copa los viernes con amigos verdaderos. Mientras el camarero se acerca con la bandeja que soporta el Glenfiddic­h 15, Gamés pondrá a circular las dos líneas Henry Michaux: Laberinto, la vida, laberinto la muerte / Laberinto sin fin, dice el maestro de Ho.

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ESPECIAL El ejemplar del escritor español.
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