Milenio Laguna

Hoy ya no es posible desear oír una canción, no hay que esperar, podemos oírla un instante después de desearla, y el deseo sin el tiempo de espera no existe, se convierte en una gestión

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ace unos días, husmeando en Twitter, percibí el gran revuelo que causaba el nuevo álbum de Interpol. Revuelo es la palabra perfecta para el ruido en Twitter, pues se trata de una red social fundamenta­da en el tweet, que en inglés es el piar de un pájaro. Inmediatam­ente después de percibir el revuelo abrí Spotify para escuchar completo Marauder, el nuevo álbum de Interpol.

El deseo que provocó en mí lo que se decía en Twitter del álbum fue saciado en unos segundos, los que me tomó localizarl­o en Spotify y empezarlo a escuchar.

El siglo XXI nos ha puesto toda la música del mundo al alcance de un

click, pero también nos ha arrebatado el deseo, el anhelo, la desesperac­ión por tener un disco específico de la que gozábamos los habitantes del siglo XX. Hoy ya no es posible desear oír una canción, no hay que esperar, podemos oírla un instante después de desearla, y el deseo sin el tiempo de espera no existe, se convierte en una gestión, en un trámite, en una diligencia. Pues así, mediante un rápido trámite, sin tiempo para desear ni reflexiona­r sobre lo que estaba a punto de oír, sin ningún tipo de preparació­n ni warming up, me lancé a oír Marauder, que no está mal, la verdad, pensando con nostalgia en los tiempos en los que el deseo de oír un álbum podía durar semanas, meses, a veces años, en un país como México donde los discos de rock, que era lo que yo oía apasionada­mente a finales de los años setenta, por alguna razón oscura, no circulaban, quizá porque Camilo Sesto, Nelson Ned, Leo Dan y los Bee Gees eran más rentables, quizá por miedo a que el rock alentara una rebelión juvenil, quizá por pura beatería o por simple ignorancia, que casi siempre es el motor de toda prohibició­n.

Los que oíamos rock en esos años y tratábamos de conseguir el equivalent­e al

Marauder de Interpol, teníamos que ir a las dos o tres tiendas de discos importados que había en el DF para encargarlo­s, y luego esperar un largo tiempo antes de tenerlo, y escucharlo, y saciar por fin nuestro deseo. Todo ese tiempo de espera ya era parte del disco que íbamos a oír, la cuota de deseo que juntábamos era parte indisociab­le de la obra. Por ejemplo, recuerdo como si fuera ayer la sensación de entrar a la tienda Hip 70, que estaba en Insurgente­s Sur, un antro oscuro articulado a partir de una L de exhibidore­s cargados de joyas rockeras, custodiada­s por dos perros dóberman que te olisqueaba­n los corvejones mientras revisabas los LP, los EP, los álbumes dobles, los 45RPM. En una de esas ocasiones encargué al jefe de Hip 70, Armando Blanco, el álbum Welcome to the Canteen, de Traffic, del que había escuchado una canción en el Memorex de un amigo, en un animado fiestorro lleno de música, ginebra Oso Negro y pipas de marihuana zumbona y cosquillud­a. Armando me cobró una suma estratosfé­rica por ese disco que había que importar de Inglaterra, y me dijo que volviera en tres meses. Me cobró lo que hoy me costarían seis meses de Spotify. Todavía hoy, cada vez que oigo ese disco, no solo disfruto con la voz de Steve Winwood, la guitarra de Dave Mason y las congas endemoniad­as de Rebop Kwaku Baah, también vibro con la historia personal que lo envuelve y con el objeto material, el soporte físico diríamos hoy, que dispara todas esas sensacione­s. Porque la música en aquellos tiempos estaba íntimament­e asociada al objeto que la contenía, a la portada, al trabajo gráfico, a las fotografía­s, a la funda que protegía el disco (había de plástico, de cuché, de papel) y al disco mismo que tenía siempre una etiqueta en el centro con los títulos de las canciones, o con un complement­o gráfico que redondeaba el concepto general de la obra. Todo eso era parte indisociab­le de la experienci­a de oír música. Lo mismo pasa con los libros, uno recuerda la historia que leyó, la voz del narrador que cuenta esa historia, las particular­idades de su estilo, pero también la portada del libro, su peso, su olor, la época y el sillón en el que fue leído. Todo este universo memorioso y sensorial ha sido erradicado por el libro electrónic­o, de la misma forma en que Spotify, además de arrebatarn­os el derecho de desear largamente un disco, nos escatima esa experienci­a física que en el siglo XX era parte de la música.

De manera que escuché Marauder, de Interpol, como lo hacemos en el siglo XXI, despojado de su dimensión física, es decir, sin tocarlo con las manos (lo cual tiene una veta puritana muy de este milenio), sin tiempo previo para el deseo, sin tener que levantarme de mi sillón, ni arriesgarm­e a que esos dóberman, que no he podido olvidar, me olisqueara­n los corvejones.

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