La Suprema Corte ante el mensaje de las urnas
En las últimas dos décadas el papel de la Suprema Corte en la consolidación de nuestra democracia ha sido fundamental. La Corte ha contribuido al equilibrio, la estabilidad y la gobernabilidad del país; ha sido un contrapeso real en nuestro sistema de división de poderes, árbitro de los conflictos políticos y garante del federalismo y, sobre todo, a través de su labor interpretativa, ha dado un contenido real y tangible a los derechos humanos.
Esta posición de la Corte como depositaria de uno de los poderes del Estado la obliga también a asumir una posición frente al momento histórico que hoy estamos viviendo. Las pasadas elecciones reflejaron un profundo descontento social. Fueron reveladoras de un desprestigio generalizado de las instituciones y —tenemos que reconocerlo— mucho de este hartazgo y de esa frustración social se dirigió expresamente al Poder Judicial de la Federación.
Los jueces no somos electos popularmente —ni debemos serlo porque la imparcialidad y la objetividad de nuestra función se contrapone a la búsqueda de la aprobación de las mayorías—, pero esto no implica que debamos, como institución, hacer oídos sordos a los reclamos sociales. No implica que, ante las críticas y las demandas concretas que se nos plantean, podamos simplemente voltear la cara y no asumir nuestra responsabilidad en los problemas estructurales que aquejan a nuestro país. Por el contrario, lo que se exige de nosotros en estos momentos es que seamos responsables y consecuentes con lo que la sociedad espera de las instituciones del Estado.
En este sentido, considero —como lo he venido sosteniendo desde hace tiempo— que los juzgadores, y particularmente la Suprema Corte, debemos hacer una profunda labor de autocrítica. Debemos preguntarnos por qué no hemos sido capaces de ganarnos la plena confianza de la sociedad —principal fuente de nuestra legitimidad— y, partiendo del presupuesto básico de nuestra independencia como poder del Estado, debemos reflexionar sobre lo que nos falta por hacer y acusar recibo de los mensajes de las urnas: acabar con los privilegios y la corrupción, pacificar al país y erradi- car las desigualdades.
Así, a lo primero que estamos obligados es a diseñar programas y políticas de austeridad reales y no simbólicas que no afecten a la función jurisdiccional. Cada peso del presupuesto debe servir a la impartición de una justicia pronta, completa e imparcial, de manera que se tenga certeza de que el dinero público sirve a fines públicos y no financia privilegios.
Como segundo punto debemos contribuir a la erradicación total de la corrupción en nuestro sistema político. Esto implica, hacia adentro, diseñar estrategias inteligentes para combatir los casos de corrupción que innegablemente existen el Poder Judicial de la Federación y, hacia afuera, aplicar con energía las leyes anticorrupción en los asuntos que se ventilen contra funcionarios públicos o de particulares, con pleno respeto a los derechos de los inculpados.
En cuanto a las demandas de paz y seguridad, nuestra labor también es fundamental. Les debemos a las víctimas de la violencia en este país un conocimiento de la verdad que ayude a sanar su dolor; y en una verdadera democracia, la única vía en sede judicial para obtener esa justicia es a través del debido proceso. Debemos exigir, mediante procesos justos, que sean sancionados quienes sean hallados culpables, más allá de toda duda razonable. Esa es la verdadera justicia a la que las víctimas tienen derecho.
Finalmente, debemos escuchar el clamor social que demanda poner fin a las desigualdades que tanto lastiman a este país. La batalla por los derechos debe ser hoy, ante todo, una lucha por el abatimiento de la pobreza. Ha llegado el momento de dar un giro hacia la protección de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales. Los jueces podemos y debemos ser motor de cambio social. Los jueces podemos y debemos, con nuestras sentencias, propiciar los cambios estructurales necesarios para tener una sociedad más justa e igualitaria.
Los ojos de la sociedad están puestos en nosotros; es el momento de aprovechar la coyuntura y conquistar, de una vez por todas, la confianza de las mexicanas y los mexicanos en sus jueces.