sto de la cuarta transtornación ha llegado muy lejos. O sea, podemos soportar que la gente antififí organice una pachanga fifí nada más para joder a los fifís que por su condición fifí no merecen que les usurpen así sus funciones de fifís porque un fifí nace, no se hace. Pero lo que no podemos tolerar es que un gobierno como el del señor Amieva (¿así se llama, verdad?) en la CdMx, que ni siquiera es necesariamente chairo, se comporte
chairosamente solo para quedar bien con los chairos al desmontar las placas conmemorativas de la inauguración del Metro en algunas estaciones solo porque llevan el nombre de un prohombre: Gustavo Díaz Ordaz, a 50 años de las heroicas gestas que tanto parecen defender aquellos que con justa razón histórica les parece un atentado contra la memoria que desaparezcan esos maravillosos recuerdos de su paso por la vida. Digo, está bien que al parecer el buen muchacho nos heredó un montón de bonitos recuerdos, símbolos e improntas hace 50 años, pero nunca serán suficientes para que su legado no se pierda como un casquillo percutido en la Plaza de las Tres Culturas.
Digo, ojalá haya un movimiento para exigirles a las autoridades que devuelva esas placas donde estaban, no nos vayamos a quedar sin un rastro, una huella, de ese admirable personaje en esta ciudad que no tiene suficientes cicatrices. Y más vale que lo organicemos pronto, no se les vaya a ocurrir que pueden arrebatarle su sacrosanto nombre a la vía López Portillo, al bulevar Salinas de Gortari, la avenida Hank González y demás idílicas nomenclaturas.
Digo, no se vale. Y menos cuando los mismos que reprochan con toda justeza el retiro de esas placas que, sin duda, definen a Ciudad de México son los mismos que con toda razón aplaudieron la destrucción de las estatuas de Lenin, algunas de las cuales acabaron adornando uno de los restaurantes más fifís de Las Vegas. Eso sí coadyuva. Digo, es como querer quitar la Estafade
luz que nos recuerda la estafa del sexenio de Jelipillo Calderón. Sí, es más horrible que las placas de Díaz Ordaz y habrá personas a las que nada más de verla se les revuelva el estómago y se pongan peor que el nada grato de Graco cuando le recuerdan que
Catémoc Blanco —con su sombrero del sargento Dodó— va por su cabeza pero es un patrimonio inigualable de la humanidad que cuando lo ves te da sed de la mala.
No se puede ser mordaz con Díaz Ordaz, no podemos regatearle su paso a la historia “con algo más que horas de trabajo burocrático” y granaderos incluidos.