En tiempos violentos, niñas, niños y adolescentes son víctimas invisibles
preguntarnos por qué el Estado calla y una inmensa mayoría de la sociedad se mantiene al margen.
Callamos también frente a la amplitud del infortunio: menores de edad son asesinados en venganzas entre cárteles; niñas y adolescentes son víctimas de trata de personas; niños son reclutados por el crimen organizado; otros miles forman parte de los desplazados por la violencia, y otros son objeto de adopciones ilegales. Niñas, niños y adolescentes migrantes comparten este drama.
Ser menor de edad, ahora, no parece merecer ninguna protección especial ni una búsqueda urgente y eficaz ni un esfuerzo adicional para su seguridad por parte del Estado.
En el torrente de la violencia que todos los días abarca abundantes espacios de los medios, de internet y de las redes sociales, pasa casi sin ser vista la desaparición, el homicidio, la explotación de niñas y niños; igualmente invisible o solo con una existencia fugaz vemos pasar el calvario de las familias, especialmente de las madres, que encienden veladoras a media calle para exigir justicia o que se arman de varillas de búsqueda para ir en pos de fosas clandestinas ante la incapacidad o indiferencia de las autoridades, o que son desatendidas en el Ministerio Público cuando van a presentar una denuncia o a dar aviso de que su hija no ha regresado a casa cuando solo iba a la tienda.
Insensibilizados ya por la desaparición y muerte cotidiana, padecemos de la ceguera que produce la desmesura prolongada: todo es ajeno, pasajero, irrelevante.
La inconsciencia nos devora.