La estética del aguardiente
España nos heredó su lengua, su religión, la planta arquitectónica de las ciudades y un montón de cosas más, pero no nos heredó la cultura del vino
l filósofo húngaro Béla Hamvas dice que beber vino “lo devuelve al orden de la edad de oro”. La edad de oro en la que nos deposita media botella de vino dura menos de lo que desearíamos, pero es verdad que después de unas copas recobramos ese orden que normalmente, en el tráfago estresante del siglo XXI, no nos acompaña. Digamos, siguiendo a Hamvas, que el vino, bebido en una dosis pertinente, ordena, nos deposita en un paraíso paralelo, del que somos inmediatamente expulsados cuando bebemos de más y regresamos al desorden, lejos de la edad de oro.
El vino ordena o desordena un tramo de la vida, pero siempre lo hace de manera menos violenta que el aguardiente, que el tequila o el mezcal, digamos para instalarnos de una vez en nuestro territorio.
Hay países de vino y países de aguardiente, y en general son los del vino los que mejor se comportan, los que saben beber y los que tienen menos índices de alcoholismo. Tengo la impresión de que los únicos países en los que se bebe con cordura, en el mundo occidental, son los mediterráneos, el resto, el norte de Europa y el continente americano en general, son de cerveza y aguardiente, lo cual genera una atmósfera distinta. Por ejemplo, España es un país de vino, la gente lo bebe mientras come y al final de la comida, después del café, se va a hacer la siesta o una caminata para despejarse y volver más tarde al trabajo; el efecto práctico de esta costumbre es que en España no existe la sobremesa, los restaurantes cierran a las cuatro de la tarde y vuelven a abrir a las ocho de la noche y, quién quiera seguirla, tendrá que irse a un bar. Pero lo cierto es que el vino no invita a seguirla, una vez rebasado el orden de la edad de oro nos empieza a aletargar. En cambio en México la comida empieza con un salto mortal, un mezcal o un tequila, o una cerveza que haga de puente entre la sobriedad y el primer caballito, y a partir de ese principio luego es muy natural seguirla buena parte de la tarde y esto, de manera inversa a lo que sucede en los países mediterráneos, condiciona la manera de vivir, la sobremesa, que es donde está el verdadero negocio, hace que los restaurantes permanezcan abiertos hasta la hora de la cena y que un porcentaje nada desdeñable de la población no regrese a su trabajo en la tarde, o lo haga con un daño importante en el tendido neuronal.
Uno de los conceptos que definen el alma nacional es, sin duda, el de “seguirla”, un concepto propio de los países de aguardiente que casi no existe en los países de vino. Piense usted en la de cosas que le han pasado cada vez que aplica ese concepto.
Digo países de aguardiente y pienso también en Rusia, en la Europa del Este, en Inglaterra y en Irlanda, en Canadá y en Estados Unidos, países en los que se bebe, normalmente, para ponerse hasta las cejas.
Es curioso que en México, y en Latinoamérica en general, España nos heredó su lengua, su religión, la planta arquitectónica de las ciudades y un montón de cosas más, pero no nos heredó la cultura del vino.
Cuando yo era joven prácticamente no existía el vino mexicano, había que beber vino español o francés de importación, o perjudicarse con un Padre Kino, que era un brebaje de Baja California cuya botella tenía la forma estilizada de un fraile gordo, y una boca que parecía la de un frasco de mermelada con su tapadera de metal, pues no había corcho que alcanzara esas dimensiones. Gracias al Padre Kino mi generación tuvo que entregarse a la cerveza, al whisky, al tequila, no al mezcal que entonces era la bebida de los albañiles. ¿Por qué España no nos heredó la cultura del vino? Sí nos la heredó, pero rápidamente nos la quitó, como nos cuenta la historiadora española María Elvira Roca Barea, en su ensayo Imperiofobiayleyendanegra. Barea explica que Humboldt hacía ver la forma nociva en que la corona española obstaculizaba “el libre juego de la actividad mercantil y manufacturera” en la Nueva España; y luego explica: Humboldt “censura enérgicamente que las autoridades decretasen arrancar viñas y olivos en diversas regiones novohispanas para proteger la producción peninsular, y considera el colmo de los despropósitos que sí se permitiera el cultivo en Chile”. Así que somos de aguardiente porque la corona española arrancó nuestras vides para que no compitieran con las de La Rioja; nos dejaron sin vino y sin aceitunas, y en cambio los chilenos, y los argentinos, que esquivaron esa medida salvaje, pudieron sumarse a los países del vino. ¿Qué sería de nosotros si hubiéramos conservado nuestras viñas? Por algo los argentinos cantan tangos y nosotros cantamos las de José Alfredo.