Los boletos y el tiempo
M e desperté a las 5 de la mañana. Entré a la regadera en calidad de una jerga usada. Me vestí, tomé café y salí pitando al aeropuerto a tomar un avión a Monterrey para presentar Perseguirla noche. En estos tiempos uno se puede encontrar en la sala de abordar al mismísimo Presidente, pero no ocurrió así, pasaron otras contingencias no menos urgentes. Amanece a las 7 y 8 de la mañana. Una señorita me recibe en el mostrador, me mira con cierta desconfianza y me informa: su boleto es para el próximo sábado, no éste.
Me alarmo hasta el sudor en la frente. Tengo que salir ahora mismo, señorita, subrayo fonéticamente la palabra señorita. Si me oye una activista de Me Too, me denuncia. Me dice: lo siento, solo si compra otro boleto. Corro por pasillos repletos de viajeros. Compro un boleto, carísimo, un robo. Ni hablar, tengo que presentar mi libro. ¿Quién ha cometido el error de darme un boleto para dentro de una semana? Soy un fiscal de hierro cuando juzgo un grave error de ineptitud.
Frente a los filtros me despojo de cinturón, saco, celular, cartera, monedas, llaves. Atravieso el arco sin sonido de alarma. Me merezco un desayuno frugal y un descanso, he corrido como despavorido. Pido cuatro claras con una yema, huevos a la mexicana, un clásico de la frugalidad, un café putrefacto y un agua mineral con hielo. Reaparece el fiscal de hierro: los encargados de la editorial me la pagan porque me la pagan, mira que darme un boleto posfechado.
Mientras desayuno me encierro en mi celular. Una rara estadística me informa que paso tres horas al día frente a la pantalla. Sí, se trata de una notificación. Me importa madre y me encierro en él: noticias, Twitter, WhatsApp. Caigo inopinadamente en un mensaje en el cual la encargada de la editorial me informa que mi presentación será la semana entrante. Me lo había enviado cinco días antes de esta mañana. Estoy convencido de que las benzodiacepinas han hecho en mí un efecto catastrófico. Doy un último bocado. El fiscal de hierro viene a ayudarme, pero me dice que no tengo perdón de Dios, que soy idiota. Intento buscar una relación entre los boletos de avión, el tiempo y la estupidez. No la encuentro. Abandono el aeropuerto por una extraña puerta. Pienso: siempre es medianoche.