Milenio Laguna

“Notre-Dame es epicentro espiritual y punto cero de todas la rutas de Francia”

- Juan Pablo Becerra-Acosta

Notre-Dame, para la gente de París, es mucho más que una catedral visitada en marabunta por millones de turistas. Notre-Dame es referencia visual y geográfica, ubicación peatonal, testimonio existencia­l de lo cotidiano. Es memoria emocional y afectiva del transcurri­r de los pasos y los días.

Eso se lo aprendí a los parisinos, que no solo a los franceses (hay parisinos de muchas nacionalid­ades), porque residí casi dos años en París. Tenía 23 años cuando llegué (febrero de 1987) y 25 años cuando partí (noviembre de 1988). No fue planeado vivir ahí: en enero del 87 viajé a la antigua Unión Soviética y de regreso a México hice escala

en la capital francesa, solo para conocerla durante unos días.

Dejé mi equipaje en un hotelito del Barrio Latino y eché a andar por el Bulevar Saint-Germain. No sabía hacia dónde iba, no tenía mapa. Unos 30 minutos después desemboqué en el Puente de Sully. La belleza del Sena, frente a la Isla de San Luis, me cautivó. Me infundió serenidad. Paz. Desde el balcón de un cuarto piso, una anciana lanzaba pedacitos de pan al aire. Blanquísim­as gaviotas invernales flotaban a su alrededor, como en cámara lenta, para atrapar en vuelo los mendrugos. Voltee a la izquierda y descubrí, al fondo, la Île de la Cité. Luego… Notre-Dame, iluminada por la brillante luz matinal de un espléndido día soleado. El cielo era azulísimo. Mi mente enmudeció.

No hablaba francés, pero en ese instante decidí que no volvería a México. Llevaba cuatro años de carrera reporteril, me había ido muy-muy bien, pero no me importó nada: dejé todo. Conseguí trabajo en un pequeño restaurant­e (Le Brignolet) frente al Palacio Real, donde lavaba platos por las tardes y noches. En las mañanas estudiaba en la Alianza Francesa (cuatro horas diarias). Viví arrimado en un atelier, luego en la Ciudad Universita­ria, más tarde en una buhardilla, en la azotea de un edificio cerca de Pigalle.

Hablé el idioma y empecé a mandar notas al antiguo diario unomásuno. Me pagaban poco, seguí de lavaplatos.

Es el punto cero de todas las rutas de Francia y el epicentro espiritual de la capital

No me importó: hice reportajes por el 20 aniversari­o del Mayo de ‘68, cubrí comicios presidenci­ales (la reelección de François Mitterrand), el Irán-Contras, fui a Suiza al cisma de la Iglesia protagoniz­ado por Marcel Lefebvre, me invitaron como correspons­al extranjero a festejar el 14 de Julio en el Elíseo, en fin, no me fue nada mal.

Y aprendí que Notre-Dame no solo es nido de gárgolas. Es sitio para que cualquier día amigos y enamorados emprendan caminatas. Es rezos y conciertos de música medieval, barroca y cantos gregoriano­s. Su parquecito, Juan XXIII, es espacio para reposar y callar en tanto repican las campanas. Notre-Dame es rincón para contemplar desde el Puente San Luis, mientras se saborea un helado de la Isla. Es arquitectu­ra para admirar desde los muelles peatonales del Sena, durante horas meditabund­as, tiempos de cavilacion­es existencia­les, o charlas interminab­les aderezadas con bocadillos, vinos, y visitas de vagabundos franceses, esos pintoresco­s clochards con perros.

Notre-Dame es historia, es pasado, es cultura, pero sobre todo, es conjugació­n en presente de muchos parisinos. Notre-Dame es gerundio. Es el punto cero de todas las rutas de Francia. Es epicentro espiritual de París. Gracias a Dios (y los bomberos) que prevaleció…

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