La mala relación de Colosio con Salinas
Volvimos a perdernos en el pantano de lo minúsculo. Un país donde el estado de bienestar sostiene sus precariedades con pinzas, discute proclamas antes de pensar en la salud de sus habitantes. Aquí, donde mes con mes seguimos acumulando muertos, importa más
darle la razón a un presidente que pensar en tumbas. Este país, encumbrado en la displicencia al estado de derecho, presume una época de justicia sin notoriedad de tribunales formales y mucha hoguera en la plaza.
Nos hemos acostumbrado a medir los negativos de gobiernos, personajes y discursos bajo una escala de valores que permite el diagnóstico, pero también la indiferencia. Donde la mentira, la corrupción, la indolencia y la falta de empatía son territorio común para acercarnos a las afecciones, su repetición constante anuló los significados de las palabras hasta hacerlas acusaciones que poco importan a quien blande el índice o a quien es señalado. Si tan solo fuéramos un país en el que acusar y ser acusado, avalar y desconfiar, tuvieran un peso de responsabilidad equivalente, nos atreveríamos de manera firme a incorporar la mediocridad como término para revisar la sociedad que estamos pavimentando, así como lo que han hecho los gobiernos pasados y el lugar en el que se acomoda a sus anchas el actual.
La mediocridad como rasgo impronunciable se elude de cualquier discusión, evitando reconocer que nos habituamos a ella. En la nación de las fosas y de las verdades relativas, esa penosa característica se discute con aquella pasión que debería ser exclusiva de las grandes ideas. Una lista descontextualizada resume algunos gastos en publicidad oficial, la intencionalidad no es inocua y se arroja como símbolo de transparencia en un gobierno que cambió de discrecionalidades sin erradicarlas. Le gustan. El símbolo sustituye la tragedia. El símbolo llama, grita, pero no da soluciones.
Descansamos en la mediocridad para convertir en virtud los mínimos asomos de intenciones, para exaltar lo que solo es verdaderamente auténtico al ser reconocido por quien no guarda previamente nuestros favores. Supongo que alimenta el alma hablar bien de uno mismo. La voz de Palacio Nacional no pierde oportunidad para ufanarse de una autoridad moral que recuerda al nuevo rico presumiendo constantemente de su dinero. El espíritu se contagia sin mensura: la agencia estatal de noticias celebra un halago a su directora. Solo evitando la mediocridad se puede transformar el entorno.
El análisis de las administraciones pasadas arrojó en mayor o menor medida un consenso: el desastre de México sobrepasó los límites de lo tolerable. El gobierno actual se enfrenta a que una mayoría electoral no es suficiente para lograr coincidencias que solo se darán a través de los hechos. Rescatar incesantemente la unanimidad en el Congreso es perorata que se agota frente a las descalificaciones de cuanta preocupación se escuche. Entendimos de forma tan chiquita la democracia que se ha olvidado la importancia del inconforme.
En política, es fácil engañarse haciendo meta del camino. Qué mediocridad se respira al querer pasar por logros unas cuantas decisiones administrativas que no cambian positivamente la realidad. Festejamos el pantano.