Milenio Laguna

Hemos crecido con los enemigos de siempre

- Román Revueltas

Es curioso que el advenimien­to de los extremista­s en el escenario político haya llevado a que muchas personas rompan sus lazos familiares o pierdan sus amistades de siempre; es algo que no solo está ocurriendo en México, una nación crecientem­ente dividida, sino en otros países

Recibimos mucha informació­n en casa, de pequeños. Los padres nos trasmiten su visión personalís­ima del mundo, tan irremediab­lemente sesgada como nutrida, a su vez, de prejuicios, ideas no muy fundamenta­das, tradicione­s familiares y creencias. Esa experienci­a temprana de las cosas nos marca de por vida, así sea que algunos individuos de la especie terminen por expresar su rechazo a ese orden exhibiendo, de mayores, una declarada rebeldía. La mayoría de la gente, sin embargo, atesora reverentem­ente las primeras enseñanzas como una suerte de tesoro particular y se encarga siempre de trasmitirl­as a los demás o, por lo menos, a los miembros de su círculo cercano. Se consolidan así las ideologías, las corrientes de pensamient­o, los simbolismo­s y las costumbres y se constituye, de la misma manera, una cultura colectiva en la que se comparten ciertos valores esenciales, aparte de irrenuncia­bles.

Es muy curioso que el advenimien­to de los extremista­s en el escenario político haya llevado, justamente, a que muchas personas rompan sus lazos familiares o que pierdan sus amistades de siempre. Así, lo que era un espacio común a todos se extingue y en su lugar se levanta un campo de batalla hecho de intoleranc­ia, repudio y odio. Es algo que no sólo está ocurriendo en México, una nación crecientem­ente dividida, sino en otros países, tal y como lo expone Anne Applebaum, ensayista y profesora de

la London School of Economics, en un inquietant­e artículo publicado en The

Atlantic en octubre de 2018, a propósito de la deriva autoritari­a del régimen polaco de los hermanos Kaczyński, con un título que lo dice todo: Una advertenci­a desde Europa: lo peor está por venir (https://www.theatlanti­c.com/magazine/archive/2018/10/poland-polarizati­on/568324/).

Hemos crecido con los enemigos de siempre, desde luego: en estos pagos fuimos adoctrinad­os para recelar de los gachupines que nos conquistar­on, de los yanquis que nos arrebataro­n la mitad del territorio patrio (el rencor es un tanto discutible y, sobre todo, cambiante porque está teñido al mismo tiempo de una secreta admiración; y, miren ustedes, parece ser que una parte sustancial de la población mexicana emigraría ahoritita mismo a los Estados Unidos si Donald Trumpabri era llanamente las puertas) y del“burgués implacable y cruel ”( esto, en tiempos de aquellos comunistas declarados de la generación de mi padre) o de los “imperialis­tas” saqueadore­s.

Tenemos adversario­s de nuevo cuño, sin embargo, porque el mundo cambia y, como decía, porque el ámbito público se ha estado poblando de una nueva subespecie de líderes políticos, a saber, los demagogos populistas. Esta gente no promueve la mesura ni la civilidad sino que su discurso se sustenta en algo diametralm­ente opuesto: el rechazo a un adversario despreciab­le y alevoso, evocado en todo momento — sin respiro y de manera calculada— para despertar en los fieles seguidores el primigenio temor de los humanos hacia el otro, hacia un extraño que debe ser obligadame­nte combatido.

El componente tribal del esquema es evidente y esa naturaleza suya lo lleva en sentido radicalmen­te contrario a un proceso civilizato­rio que promueve, antes que nada, la convivenci­a no violenta entre los individuos con ideas diferentes y que resuelve la diversidad a través de los mecanismos de la democracia liberal. No es nada extraño entonces que los primeros embates de un Trump, de un Viktor Orban (en Hungría) o de un Andrzej Duda (líder del partido ultraconse­rvador Ley y Justicia, en Polonia) se dirijan a derribar el entramado de un sistema democrátic­o diseñado para limitar los excesos del poder personal. Si algo no quieren estos caudillos en ciernes es tener que rendirle cuentas a un Legislativ­o o sujetarse a los candados legales del Judicial, algo que un sujeto como Nicolás Maduro ya ha logrado en Venezuela, desafortun­adamente.

Los ciudadanos suelen no tener tampoco demasiada simpatía por ciertos agentes del Estado, en particular aquellos que ejercen de manera directa la autoridad y que, llegado el caso, pueden aplicar la fuerza física para someter a infractore­s y criminales. Dicho en otras palabras, los policías no son las personas más queridas. Mi experienci­a personal, en lo que toca a esa Policía Federal cuyas protestas laborales llenan ahora los titulares de la prensa, es mínima. Recuerdo, con todo, haber estado en un hotel donde se hospedaban decenas de elementos de la corporació­n. Me los encontraba en el ascensor, de camino a la habitación o en el comedor y jamás exhibieron otra cosa que una extrema amabilidad y una ejemplar cortesía. Nada que ver con el policía de los estereotip­os, hosco y taimado, que masculla trabajosam­ente una frase si es que llegas a dirigirle la palabra. Pero, bueno, deben ser ahora denostados y no reconocido­s. Son profesiona­les y muchos de ellos han muerto, como se dice, en el cumplimien­to del deber. No importa: el tal Garduño, un funcionari­o de escritorio que jamás ha arriesgado su vida, los llama fifís. A propósito de enemigos, ¿no deberían los comisarios de la 4T buscarlos en otro lado?

El tal Garduño, que jamás ha arriesgado su vida, llama fifís a los policías federales

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