Milenio Laguna

Xavier Velasco

La discrimina­ción moral no es menos que el racismo

- XAVIER VELASCO

Aveces, el pesar ajeno reconforta. La caída de un gran criminal, por ejemplo, difícilmen­te será mala noticia. ¿Y qué decir entonces del súbito infortunio de quien según nosotros ha sido un mal amigo? No es que nos regocije, sino que de algún modo reivindica nuestro más personal sentido de la justicia. “Ni modo, él se lo buscó…”, dictamina uno, mientras se encoge de hombros para ocultar la oscura satisfacci­ón que de alguna manera le compensa.

Uno de los placeres de la revancha está en la generosa dotación de soberbia moral que trae consigo. Ver a quienes creemos victimario­s convertido­s en víctimas incita a constatar que hay un orden divino, y que en los hechos somos mejores personas que ellos. Merecemos, por tanto (y quién sabe si no por un escaso margen), que nuestra suerte sea preferible, y entendemos por qué la suya apesta. Aun si nada sabemos de sus vidas y les menospreci­amos a lo lejos o en masa. Esa diva tan frívola, quién la va a aguantar. Esos aldeanos son todos iguales.

Al principio es no más que una incomodida­d, que con el tiempo se va haciendo sospecha. Los vecinos son raros, ¿te has fijado? A veces no saludan, o lo hacen con reservas, o parecen burlarse desde el mismo gesto. Son por supuesto diferentes a uno, y se asume que no serán mejores. Luego, son inferiores. Nadie ha dicho que no respiren el mismo aire, falta ver si también se lo han ganado. Hasta que cualquier día viene otro inquilino y expresa sus reservas sobre los raros de la casa de enfrente. Gentuza, desde luego. De ahí a confabular­se en contra suya media apenas un par de chismes sin sustento.

No nacemos odiando. Todo empieza por hallar razonable la discrimina­ción moral contra quienes por angas o por mangas tienen menos derecho al aire que respiran. Y menos cada día, porque basta con que un infundio crezca para fertilizar la tierra circundant­e. Puesto que si el vecino se niega a saludarnos, cabe creer que tampoco es buen padre, ni será un buen marido, ni los hijos entonces habrán sido educados en el respeto y las buenas costumbres.

La discrimina­ción moral no es menos abusiva que clasismo, racismo o machismo. Parte igual de prejuicios y calumnias, se sostiene en estigmas arbitrario­s, crece al amparo de la hipocresía y tampoco requiere de pruebas contundent­es. Envidia, frustració­n, despecho, celos, basta con uno de estos ingredient­es para hacer fermentar la indignació­n que conduce a la fobia inconmovib­le. Una vez que encontramo­s razonable ningunear la estatura moral de una o varias personas, nada de lo que puedan aducir sonará digno de tomarse en cuenta, y así lo haremos ver a quien tenga mejor opinión de ellas. Cualquier cosa que digan deberá ser producto de una moral ruinosa, y por ello torcida y despreciab­le.

Asombra la inaudita ligereza con la que en estos tiempos se reparten los peores epítetos, a partir de inferencia­s subjetivas que más parecen armas arrojadiza­s. “¡Misógino!” “¡Neonazi!” “¡Estalinist­a!” “¡Homófobo!” Se acusa al adversario de discrimina­r no porque sea evidente, ni siquiera probable, sino para colgarle el sambenito que le hará impresenta­ble de por sí. Esto es, para poder discrimina­rle y al propio tiempo dejarle indefenso. ¿Quién va prestar oídos, por lo pronto, a quienes son tachados de discrimina­dores?

¿Y qué sería de las calumnias viles sin el apoyo de la maledicenc­ia? No se cree fácilmente lo que se sabe cierto, como lo que acomoda sospechar. Si la moralidad, como decía Oscar Wilde, es la actitud que uno suele adoptar hacia la gente que le desagrada, el regateo gratuito de la probidad relega a quien lo sufre a lo más bajo de la escala social, donde hasta el mero intento de defenderse parecerá un desplante de cinismo e invitará a la saña justiciera: esa hija contrahech­a del resentimie­nto.

Ver a quienes creemos victimario­s convertido­s en víctimas incita a constatar que hay un orden divino

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OMAR FRANCO La aprehensió­n de un criminal difícilmen­te será mala noticia.
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