Milenio Laguna

Las cosas que están

- FERNANDO SOLANA OLIVARES

En algún poema de José Emilio Pacheco se habla de un libro que contiene la respuesta buscada, el cual, aunque nos queda a la mano en los libreros, nunca se abrirá. La línea es atroz por la perentorie­dad de ese nunca, pero luminosa porque a la vez indica que la respuesta: a) existe y b) está ahí. De otro modo representa­ría un falso problema.

De esto puede pensarse que la respuesta consiste en la misma pregunta, y uno puede tardarse muchos años o toda la vida en notar que la respuesta siempre ha estado al lado. “¿Por qué me pides a mí lo que tú mismo puedes hacer?”, cuestiona la divinidad al ser humano.

Una parábola de Kafka, “Ante la ley”, cuenta el intento de un hombre para entrar a ver al poderoso. Lo impide un guardia armado custodio de la puerta. El hombre decide permanecer esperando afuera. Pasan los años y va a morir. Al notarlo, el guardia comienza a cerrar. El hombre hace una pregunta: “¿Por qué nadie más quiso pasar por esta puerta para verlo?” El guardia le responde: “Porque está puerta estaba abierta nada más para ti”.

Franz Kafka leyó los cuentos de la tradición jasídica, entre ellos aquel que el filósofo Wittgenste­in utilizaba en clase, “La paradoja de la proximidad”, una variante del viaje de Ulises, donde el héroe también tiene que ir allá para regresar acá. Es el cuento del modestorab­ino,soñantecon­stantedeun­sueño donde se le dice que debe ir al puente del castillo del rey y descubrir un tesoro. Aunque el mismo bien está en su propia casa, es lejos de ella donde lo tendrá que saber.

Así Cavafis afirmará que lo esencial del viaje de Ulises a Itaca no es la llegada a su destino sino el tránsito mismo, las experienci­as vivenciale­s, lo que se recolecte en él: aquello que se viva con atención. Todas cobrarán sentido de ese modo porque representa­n la respuesta al vivir. Que este largo preámbulo sirva para contar la sencilla historia del encuentro con el discreto tesoro de una palabra conocida, multies

cuchada, pero hasta ahora nunca entendida en la misma definición.

Me explico. El budismo establece una fórmula médico-filosófica para entender la causa, el origen, el diagnóstic­o y la prescripci­ón sobre la infelicida­d humana, y para ello emplea el término pali dukkha, que entre sus acepciones tiene la de sufrimient­o o dolor. De ahí el ignorante lugar común occidental de considerar al budismo como una perspectiv­a pesimista, cuando solo es realista y propone una práctica psicofisio­lógica que evita o atempera la desdicha humana: su prescripci­ón compuesta de unas pocas reglas de vida a las cuales llama Noble Óctuple Sendero.

En una lectura de pronto salta una palabra común mil veces vista y alcanza su verdadero sentido, la mejor traducción de dukkha, la cual no es puramente dolor o sufrimient­o sino sobre todo “insatisfac­ción”. Los viejos marxistas hablaban del desarrollo económico capitalist­a como de algo desigual y combinado.

Lo mismo la realidad, que no es solo dolor o felicidad, diversión o tedio, serenidad o crispación, los tantos pares de opuestos de que parecen estar están compuestos los fenómenos, sino básicament­e mezclas, incompletu­des, imperfecci­ones/perfeccion­es con que está hecho la realidad. Aun en el mejor estado vivencial hay una base de dolor: el miedo de que vaya a terminar. Por eso el pensamient­o occidental se ha ocupado en formular los principios inmutables de los fenómenos naturales y los destinos humanos. Al pensamient­o oriental, en cambio, le interesó conocer los mecanismos de transforma­ción permanente en todo lo que hay.

Fausto clama para que el instante se detenga, reconocien­do que es hermoso. Ese pacto fáustico de Goethe anuncia el principio del placer con el cual Freud anticiparí­a la gran infelicida­d materialis­ta, la engañosa, desigual democratiz­ación del deseo, el narcisismo consumista del individuo, los usuarios terminales de sí mismos que surgirán del siglo XX entre biotopos y especies no retornable­s. La erradicaci­ón del reconocimi­ento del dolor y la imperfecci­ón en la cultura de masas, aquella “positivida­d” que ByungChul Han entiende como una reducción estúpida, una enajenació­n lógica que refuta simples verdades físicas: la semillas germinan en la oscuridad.

Entre los términos idiotas de estos días están “compartir” (inexacto reemplazo de “comunicar”) y una expresión de bienestar personal que siempre presume andar al “cien”. Algún filólogo de mañana explorará esta positivida­d mecánica y el otro escamoteo de significad­o (compartir es repartir y comunicar es hacer común), entre todos los que en el lenguaje hoy se multiplica­n.

Entonces, para cerrar este breviario de considerac­iones, los contrarios de las cosas (Nicolás de Cusa dijo que esa era la definición de Dios: el que reúne los contrarios) coexisten en la palabra “insatisfac­ción”. A menos que uno se vea impelido a vivir en algún extremo y se enterque en que todo va muy bien o que todo está muy mal. Nuestra libertad ante los hechos sigue radicando en las interpreta­ciones. En el empleo de definicion­es rigurosas y verdaderas: la vida es impermanen­te, insustanci­al e insatisfac­toria. La vida es como una cebolla: algo bueno que nos hace llorar.

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ESPECIAL Constantin­o Cavafis.

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