¿Y dónde están los gobernadores?
En el siglo XIX, el presidente mexicano carecía del poder que tiene hoy. Muchas veces debía de luchar contra la Cámara de Diputados o la propia Suprema Corte, donde se encontraban sus oponentes políticos, interesados en quitarlo de la silla presidencial.
Los gobernadores, en esa época tan turbulenta, podían hacer o deshacer una presidencia. En parte porque la
mayoría eran generales al mando de columnas dispuestas a seguirlos a la batalla, en parte porque su control poblacional era imprescindible para ganar una elección. Su papel era fundamental en la vida política mexicana.
En el siglo XX, los gobernadores, miembros del partido hegemónico, veían las elecciones como su trabajo principal. Debían mantener el poder local en sus manos para mantener el poder nacional. La operación electoral era primordial; en un segundo lugar venían las preocupaciones de gobernar. Así se garantizaba el flujo de dinero.
En el siglo XXI las cosas son distintas por dos motivos. El primero, la reducción del poder estatal a punta de billetes. Desde tiempos de Vicente Fox hasta el sexenio pasado, a los gobernadores, fueran de oposición o del partido del presidente, se les mantenía a raya con el Ramo 23 del presupuesto: el gasto discrecional compraba su aquiescencia. El segundo, porque los gobernadores se maniataron por gusto
El poder de AMLO hace que ningún mandatario intente oponerse
propio. Para ganar elecciones prometieron reducir impuestos, al grado de que se quedaron sin una base recaudatoria para sostenerse sin ayuda externa. Se hicieron dependientes absolutos del gobierno federal.
En este sexenio eso se resiente. Sostiene el presidente Andrés Manuel López Obrador que el Ramo 23 es cosa del pasado, pero todos actúan como si las cosas siguieran igual que antes. Al mismo tiempo, el poder que concentra AMLO, que incluye una mayoría en ambas cámaras del Congreso, hace que sean pocos, o ninguno, los gobernadores que esbocen un intento de oposición. Reina el silencio total.
Y con ello el país sufre. Nadie quiere un gobernador del siglo XIX o del siglo XX el día de hoy, pero tampoco a uno como los actuales. Porque su silencio —digno de momias, diría el presidente López Obrador— hace que el pacto federal sea letra muerta y México, en la práctica, se convierta en una república centralista.