El Paso, Texas: la demencia de las armas
No hay forma correcta de caminar en los sitios de las masacres. Como otras veces, en El Paso percibí la extraña sensación de lo inconcluso. La pesadez de lo finito se escucha en la repetición de preguntas que no encuentran respuesta para los múltiples por qué, por qué vino,
por qué aquí. Sin embargo, las razones se respiran en la conciencia de la espera a que vuelva a ocurrir. El miedo, el racismo, la xenofobia y la violencia son presencias que navegan en los escenarios donde el identitarismo impondrá tarde o temprano la tragedia.
Todo identitarismo tiene la capacidad de llegar a desenlaces similares. Con el vehículo adecuado, las nociones de un grupo que se sitúa por encima de los demás, apenas necesitan un impulso para manifestarse en el exterminio. Nuestro pendiente inconfesable es el fracaso; permitimos engañarnos por la idea de haber conquistado los terrenos de la razón. Hemos sido incapaces de confinar los detonadores de la barbarie que buscan la anulación del otro.
Como escribió Ta-Nehisi Coates, en Occidente creímos que las excepciones iban a transformarse en regla. Que unos cuantos notables de cada comunidad, o que algunos cargos de poder, ocupados por miembros de minorías, serían suficientes para erradicar la exacerbación identitaria. Materia fundacional de una cultura abrumadoramente enraizada.
Siempre ha sido cómodo decir que somos iguales, que desde cualquier punto de México entendemos la realidad de la frontera y la condición del migrante. Es cierto que son las armas, el vehículo, pero no hemos dimensionado la magnitud de la demencia, o entenderíamos la urgencia de señalar a quien propaga el discurso que asesina a un grupo étnico y cultural, por ser de ese grupo. Que da sustento para detener a cientos de individuos que se asumen parecidos y para separar a hijos de sus padres.
Frente al memorial de El Paso, una pancarta lee que Juárez también está de luto. “As one we can overcome”, “Two countries one family. United we stand”, “915 resiste”. El código telefónico de esa área en Texas. La comunidad reza en español, en inglés. Los grupos se agarran de las manos dándose turno.
Una mujer afroamericana me confiesa su miedo. Normalmente reaccionamos ante el racismo cuando se rompen los límites y montan ofrendas. Para ella los temores crecen discretos. No se trata solo de los crímenes del 915, de la mezquita en Christchurch, o la sinagoga en Pittsburgh. Tiene miedo del efecto que los acompaña: la propagación de la idea de que todos los afroamericanos son gánsteres. Los musulmanes, fundamentalistas. Los mexicanos, narcotraficantes. Los centroamericanos, mexicanos narcotraficantes.
Cinco adolescentes se reunieron para despedir a una de las víctimas. La religiosidad del conjunto me sorprende. “Si en El Paso nos dan odio, nosotros regresamos amor”. Lo entiendo, pero no cuento con su consuelo. En términos políticos la fe es insuficiente.
El estigma es un síntoma cultural que no se resuelve más que con la condena directa y constante contra el discurso que la promueve. Su inverso lleva a la disociación del racismo con el acto racista. Es la estrategia Trump. El detonador. En un país que encuentra con demasiada facilidad un vehículo, una AK-47.