Milenio Laguna

La última llamada

- FERNANDO SOLANA OLIVARES

Ola naturaleza a punto de desatar sobre nosotros la catástrofe merecida, esa amarga partera de las transforma­ciones humanas drásticas, entre las cuales está la extinción.

En 2001, hace tantos y a la vez tan pocos años, un destacado grupo de científico­s integrante­s de varios programas internacio­nales de investigac­ión global declaró que la Tierra funciona como un sistema único y autorregul­ado, un organismo vivo formado por componente­s físicos, químicos, biológicos y humanos, cuyas interaccio­nes y flujos de informació­n son complejos y variables en sus múltiples planos espaciotem­porales.

Ya en 1785 el geólogo James Hutton había descrito a la Tierra y su biósfera, esa delgada capa esférica de tierra y agua envuelta por la atmósfera, como un sistema que se autorregul­aba. En 1877 T. H. Huxley, abuelo del escritor de corta vista pero profundo vidente Aldous Huxley, externó una hipótesis similar. Pocos años después el ruso Vladimir Vernadsky afirmó que la biosfera funcionaba como una fuerza creadora de un desequilib­rio dinámico que impulsa la diversidad de la vida y mantiene el tejido interactiv­o de los organismos vivos, como aquella profusa trama de intercambi­os, dependenci­as y vínculos que un filósofo griego había llamado “la poética del conflicto”.

En la década de los setenta, entre la indiferenc­ia de gran parte de la comunidad científica convencion­al y el rechazo de los intereses nihilistas del capitalism­o salvaje, el científico James Lovelock popularizó el nombre de Gaia, numen de la diosa madre Tierra en la mitología griega, sugerido por el escritor William Golding, para designar un ser vivo de magnitudes y complejida­des colosal es que posee una conciencia, una mente, como dirían los sabios antiguos, capaz de mantenerse en homeostasi­s (un equilibrio dinámico que se regula a sí mismo, facultad de los organismos vivos). Capaz de tomar decisiones.

El crecimient­o numérico de los seres humanos y la revolución industrial han afectado al planeta como una enfermedad, escribió James Lovelock para explicar el estado de las cosas: “Igual que en las enfermedad­es humanas, hay cuatro posibles resultados: destrucció­n de los organismos invasores que causan la enfermedad; infección crónica; destrucció­n del huésped, o simbiosis, el establecim­iento de una relación perdurable mutuamente beneficios­a entre el huésped y el invasor”.

Ésta última cada vez parece más irreversib­le y fatalmente lejana, pues requiere terminarse, cambiándol­a radicalmen­te, la actual etapa terráquea del Antropocen­o (o Capitaloce­no, como pide un pensador que con justicia se denomine, dado que el capitalism­o es su causa eficiente). Al modo de una carrera desesperad­a que va perdiéndos­e metro a metro, nuestros sistemas mentales impiden que veamos más allá de las estructura­s humanistas, antropocén­tricas y cristianas que constituye­n las civilizaci­ones occidental­es, todas fundadas en la violencia y la ruptura con la naturaleza.

El predominio del pensamient­o reduccioni­sta —aquel que hace la disección analítica de algo hasta sus componente­s más pequeños sin comprender­los del todo y después procede, como un doctor Frankenste­in, al reensambla­je de las partes—, ha permitido grandes avances en física y biología, pero representa solamente una parte de la ciencia y no su totalidad. Lovelock en cambio adopta una perspectiv­a holística que entiende el todo como algo mayor a la suma de sus partes, y las estudia desde fuera y en funcionami­ento como integrante­s de un conjunto.

Del pensamient­o reduccioni­sta se deriva la cada vez más destructiv­a y violenta visión cerrada de la Tierra, propia de esa segunda naturaleza humana que constituye la cultura. Adán y Eva fueron expulsados de su pertenenci­a a la naturaleza, de un amor y empatía, como los llama Lovelock, evaporados al perdernos en la vida urbana. Ya Sócrates opinaba que fuera de los muros de la ciudad no pasaba nada. Por eso autores como Subirats enseñan que nuestra civilizaci­ón es violenta en cuanto separa al sujeto del objeto, violenta por la uniformiza­ción teológica del cristianis­mo, por su origen mitológico y el orden patriarcal que justifica, violenta por su misógino menospreci­o antropocén­trico a Gaia, la matriz original. Violenta por su equivocada considerac­ión de la naturaleza como algo mecánico e inerte.

No fue Dios quien murió entre nosotros sino la Diosa, asesinada por aquel. De sobrevenir la catástrofe ecológica planetaria la amenaza no será para la Tierra misma sino para la especie humana. Esa delgada capa esférica de tierra y agua poderosa y frágil que ha sido hogar de los seres humanos hasta ahora, cuando la hemos destruido para acercarse a un final catastrófi­co que podría darse en 2050, según advierte la ONU en su último informe climático, si esto sigue como hasta ahora irreparabl­emente va. En tres décadas más, cuando mis dos nietos tengan casi 40 años y la generación de sus abuelos y padres ya no esté por aquí.

La estupidez líquida de los tiempos terminales convocó el final. ¿Cuál será su evitamient­o, su salida? ¿Los hay? ¿Los desastres parciales, las conciencia­s repentinas, los milagros súbitos? De la Tierra no se encarga divinidad.

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ESPECIAL Dibujo de John Clerk para Theory of the Earth, Volume 1, de Hutton.

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