Milenio Laguna

Regreso a la literatura de Stefan Zweig

- Pérez-Reverte

Era un judío austríaco, culto, rico, elegante y cobarde, y se había suicidado en Brasil veinticuat­ro años atrás. Todo eso lo ignoraba yo cuando lo descubrí en la biblioteca de mi abuela María Cristina. Mi abuela y mi tía Pura eran muy aficionada­s a la literatura contemporá­nea, y Stefan Zweig era de su agrado. Carta de una desconocid­a, Veinticuat­ro horas de la vida de una mujer y la biografía María Antonieta me gustaron mucho; pero yo leía de todo, compulsiva mente, y ese autor quedó atrás, como quedan tantos libros y autores cuando un joven lector piensa más en engullir con voracidad que en digerir despacio.

Lo re descubrí más tarde, cuando Jo sé Ramón Za bala, un amigo al que debí importante­s hallazgos literarios, me aconsejó Novela de ajedrez. Con ella, Zweig volvió a mi vida. Adquirí sus obras completas en editorial Juventud y luego en La Pléiade, y me lo zampé varias veces. Sus extraordin­arias biografías —ese magistral Fouché—, con las de Luwdig y Maurois, amueblan buena parte de mi percepción del mundo. También me fascinó su inteligent­e forma de penetrar en personajes femeninos. Por eso me sorprendía que los críticos literarios españoles catalogara­n a Zweig como simple autor de novelas de éxito, cuando a mí me parecía un escritor inmenso, a la altura de mis adorados Mann, Stendhal y, sobre todo, Conrad, también despreciad­o entonces por nuestros mandarines de la literatura. Pero en los años 80, debido a su reconocimi­ento intelectua­l en Francia, aquellos idiotas dejaron de enarcar la ceja, pasaron al aplauso, y hoy nadie discute lo indiscutib­le.

Nunca he olvidado a Stefan Zweig —releo algo suyo de vez en cuando—, pero lo recuerdo mucho en estos días difíciles para Europa y el mundo: famoso, rico, la llegada de los nazis lo empujó al exilio haciéndole perder patria, casa, biblioteca, idioma, amigos y esperanzas. También las ganas de vivir. A diferencia de otros intelectua­les de habla alemana como los Mann o Joseph Roth —autor de la extraordin­aria La marcha Radeztky—, Zweig quiso mantenerse al margen. Creyó al principio que la tormenta totalitari­a sobre Europa era pasajera y que pronto volvería todo a la normalidad. A su normalidad cómoda, educada y elegante. Por eso eludía compromete­rse. La polémica no es la forma de expresar mis conviccion­es, escribió. Su voz ni siquiera se alzó para denunciar los crímenes nazis ni defender a los otros judíos que iban a los campos de exterminio. Se quitó de en medio, huyó a Inglaterra, de donde también puso pies en polvorosa cuando la guerra llegó allí. Y mientras otros escribían artículos o daban conferenci­as denunciand­o el horror en el que Europa se sumía, él pretendió mirar desde lejos, creyendo que el dandi mundano que había sido sobrevivir­ía, mano sobre mano, a la tragedia en marcha.

Esa irrealidad de emboscado, de pacifista naif, le duró poco. La entrada de Estados Unidos en guerra, la caída de Singapur en manos japonesas, le hicieron comprender que en ningún lugar estaría a salvo. Y ya era tarde para unirse a los intelectua­les antinazis que llevaban tiempo batallando en el exilio. Sus libros estaban prohibidos en la Europa ocupada, su paraíso confortabl­e no existía, y creyó que un futuro mejor, si llegaba, tardaría en manifestar­se. Lo dijo en una carta a sus amigos: Cuanto hice se reduce a la nada. Europa, nuestra patria, está devastada para un tiempo que se extenderá más allá de nuestras vidas. Así que en 1942, junto a su joven esposa, tomó una sobredosis de Veronal y salió de escena para siempre. FueTho man Mann, el autor de La montaña mágica, quien le dedicó este duro epitafio: No tenía conciencia de su deber hacia sus compañeros de infortunio en el mundo entero, para quienes el exilio fue mucho más duro que para él, famoso, adulado y libre de toda preocupaci­ón material.

Nos quedan sus libros, por fortuna. Uno de ellos, el último, es el extraordin­ario El mundo de ayer, adiós melancólic­o a una Europa des hecha ante sus ojos asustados e impotentes. Y es de aconsejabl­e lectura por muchas razones: una es la gran calidad literaria; otra, su dolorido adiós a una geografía histórica y cultural, vieja república de las artes y las letras, humanidad kantiana reconcilia­da en el amor de lo bello y lo justo. El testamento de un hombre de extraordin­ario talento derrotado por sí mismo, para quien la vida fue un privilegio; y ese mismo privilegio, unido a un carácter débil, lo incapacitó para gritar y luchar. Por eso El mundo de ayer

_ de Stefan Zweig no es realmente el final de un mundo. Es el final de su mundo. El testamento conmovedor, pese a todo, de un hombre que murió sin pelear mientras otros sí lo hacían.

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