¿Rencorosos o felices?
Las redes sociales están plagadas de gente a la que habría que preguntarle de dónde le brota el impulso de injuriar, ofender, agredir y difamar sin el menor comedimiento...
Una cosa o la otra. Felicidad o resentimiento. No caben las dos emociones en el mismo espacio. Es más, el resentido –envenenado por la amargura y la insatisfacción— rara vez conoce los momentos de despreocupada placidez que saborean quienes disfrutan de la vida por haberse construido, ellos mismos, un pequeño universo de logros y bienaventuranzas.
Las redes sociales están plagadas de gente a la que habría que preguntarle de dónde le brota el impulso de injuriar, ofender, agredir y difamar sin el menor comedimiento. Hay mucho enojo ahí, sin duda, pero no es una rabia relacionada siquiera con el sujeto al que le dirigen denuestos sino algo interior, algo que llevan muy dentro esos expertos en la violencia verbal. Cobijados en un cómodo anonimato, encima, porque habría que ver qué tan desafiantes seguirían y qué tan capacitados para argumentar si los confrontaras cara a cara.
Y sí, es mucho más fácil soltar insultos en lugar de contrastar ideas y exponer razones. Antes, si no poseías cierta autoridad intelectual, la palabra te era negada en las tertulias de café. Hoy, cualquier iletrado se mete a los sitios de la red y desparrama su tóxica ignorancia.
Pero, pensándolo bien, a lo mejor no es siquiera probable la posible contención de esos nuevos salvajes. Porque, miren ustedes, la zafiedad y la ordinariez se exhiben hoy casi con orgullo. No hay ya pudor alguno para mostrarse tosco, sobre todo que la intención primera ya no es convencer sino amedrentar. La brusquedad ha adquirido cartas de nobleza.
La llegada de Donald Trump a la presidencia de la nación más poderosa del mundo tiene mucho que ver con todo esto. El hombre no solo ha dejado de lado la acostumbrada mesura de quienes lo antecedieron en el cargo, sino que lo suyo es la provocación y el constante desafío. Su discurso rebosa de agrestes bravatas y él mismo se solaza en mostrarse como un sujeto abiertamente transgresor al que no le preocupa traspasar los límites de la decencia.
Pues, a partir de ahí, todo les parece permitido a los demás. Los políticos tradicionales siguen cuidando su lenguaje y midiendo sus palabras a cada paso, pero el advenimiento de los populistas está cambiando las reglas del juego y ahora escuchamos declaraciones verdaderamente escandalosas en boca de gente que debiera, por el contrario, acatar los modos que exige la investidura de un jefe de Estado.
Es cierto que existían, apenas ayer, personajes como Hitler y otros tantos de su calaña. Fueron perfectamente reales y dejaron una abominable estela de muerte y sufrimiento a su paso por el mundo. Pero esos tiempos nos parecían remotos. No imaginábamos, luego de décadas enteras de avance del proceso civilizatorio y confortados al ver que se universalizaban los valores de la democracia liberal, que volvieran a aparecerse individuos impresentables en las altas esferas del poder.
Naturalmente, no es comparable, a estas alturas, el monstruo que lideró el nazismo con el actual inquilino de la Casa Blanca. No sabemos, sin embargo, qué tan lejos llegaría Trump de no estar acotadas sus atribuciones por un sistema institucional diseñado para asegurar contrapesos y equilibrios.
Lo preocupante de la propagación del resentimiento es que sirve, justamente, a los designios de esos recién llegados. Las legiones de rencorosos certificados son la materia prima de la que se alimentan los populistas autoritarios para legitimarse. Y también para fortalecerse personalmente, desde luego. Expertos en rentabilizar el odio, los demagogos construyen primeramente un gran enemigo común y luego azuzan a los insatisfechos para que le expresen destempladamente su rechazo.
Unidos todos en una causa presuntamente justiciera —que no es otra cosa que revanchismo puro, así sea que la desigualdad y la injusticia social hayan sido los detonadores primigenios del rencor— comienzan a desmontar poco a poco las estructuras del antiguo sistema validando, al mismo tiempo, arbitrariedades. Excesos que se justificarían, naturalmente, porque al bando contrario, despojado de su condición de ciudadano al ser representado como un enemigo, se le pueden ya negar los derechos consagrados en las sociedades abiertas.
A los liberales nos espanta la brutalidad. Por el contrario, los fervorosos militantes de las causas promovidas por los populistas —sean reaccionarios de derechas o sectarios de la izquierda cavernaria— justifican sus violencias porque van dirigidas a la aniquilación final del maligno adversario designado previamente por el caudillo.
Vivimos ya, aquí, en la República del rencor. La escandalosa corrupción de la antigua casta gobernante ha enojado grandemente a los mexicanos; sobrellevamos la infamante condena de la
_ desigualdad; y, hay millones de pobres en este país. No podemos, sin embargo, seguir atizando la hoguera del resentimiento. Porque el gran propósito nacional, nos han dicho, es que seamos felices. ¿O no?
Es cierto que existían, apenas ayer, personajes como Hitler y otros tantos de su calaña