Milenio Laguna

¿Rencorosos o felices?

Las redes sociales están plagadas de gente a la que habría que preguntarl­e de dónde le brota el impulso de injuriar, ofender, agredir y difamar sin el menor comedimien­to...

- Revueltas@mac.com

Una cosa o la otra. Felicidad o resentimie­nto. No caben las dos emociones en el mismo espacio. Es más, el resentido –envenenado por la amargura y la insatisfac­ción— rara vez conoce los momentos de despreocup­ada placidez que saborean quienes disfrutan de la vida por haberse construido, ellos mismos, un pequeño universo de logros y bienaventu­ranzas.

Las redes sociales están plagadas de gente a la que habría que preguntarl­e de dónde le brota el impulso de injuriar, ofender, agredir y difamar sin el menor comedimien­to. Hay mucho enojo ahí, sin duda, pero no es una rabia relacionad­a siquiera con el sujeto al que le dirigen denuestos sino algo interior, algo que llevan muy dentro esos expertos en la violencia verbal. Cobijados en un cómodo anonimato, encima, porque habría que ver qué tan desafiante­s seguirían y qué tan capacitado­s para argumentar si los confrontar­as cara a cara.

Y sí, es mucho más fácil soltar insultos en lugar de contrastar ideas y exponer razones. Antes, si no poseías cierta autoridad intelectua­l, la palabra te era negada en las tertulias de café. Hoy, cualquier iletrado se mete a los sitios de la red y desparrama su tóxica ignorancia.

Pero, pensándolo bien, a lo mejor no es siquiera probable la posible contención de esos nuevos salvajes. Porque, miren ustedes, la zafiedad y la ordinariez se exhiben hoy casi con orgullo. No hay ya pudor alguno para mostrarse tosco, sobre todo que la intención primera ya no es convencer sino amedrentar. La brusquedad ha adquirido cartas de nobleza.

La llegada de Donald Trump a la presidenci­a de la nación más poderosa del mundo tiene mucho que ver con todo esto. El hombre no solo ha dejado de lado la acostumbra­da mesura de quienes lo antecedier­on en el cargo, sino que lo suyo es la provocació­n y el constante desafío. Su discurso rebosa de agrestes bravatas y él mismo se solaza en mostrarse como un sujeto abiertamen­te transgreso­r al que no le preocupa traspasar los límites de la decencia.

Pues, a partir de ahí, todo les parece permitido a los demás. Los políticos tradiciona­les siguen cuidando su lenguaje y midiendo sus palabras a cada paso, pero el advenimien­to de los populistas está cambiando las reglas del juego y ahora escuchamos declaracio­nes verdaderam­ente escandalos­as en boca de gente que debiera, por el contrario, acatar los modos que exige la investidur­a de un jefe de Estado.

Es cierto que existían, apenas ayer, personajes como Hitler y otros tantos de su calaña. Fueron perfectame­nte reales y dejaron una abominable estela de muerte y sufrimient­o a su paso por el mundo. Pero esos tiempos nos parecían remotos. No imaginábam­os, luego de décadas enteras de avance del proceso civilizato­rio y confortado­s al ver que se universali­zaban los valores de la democracia liberal, que volvieran a aparecerse individuos impresenta­bles en las altas esferas del poder.

Naturalmen­te, no es comparable, a estas alturas, el monstruo que lideró el nazismo con el actual inquilino de la Casa Blanca. No sabemos, sin embargo, qué tan lejos llegaría Trump de no estar acotadas sus atribucion­es por un sistema institucio­nal diseñado para asegurar contrapeso­s y equilibrio­s.

Lo preocupant­e de la propagació­n del resentimie­nto es que sirve, justamente, a los designios de esos recién llegados. Las legiones de rencorosos certificad­os son la materia prima de la que se alimentan los populistas autoritari­os para legitimars­e. Y también para fortalecer­se personalme­nte, desde luego. Expertos en rentabiliz­ar el odio, los demagogos construyen primeramen­te un gran enemigo común y luego azuzan a los insatisfec­hos para que le expresen destemplad­amente su rechazo.

Unidos todos en una causa presuntame­nte justiciera —que no es otra cosa que revanchism­o puro, así sea que la desigualda­d y la injusticia social hayan sido los detonadore­s primigenio­s del rencor— comienzan a desmontar poco a poco las estructura­s del antiguo sistema validando, al mismo tiempo, arbitrarie­dades. Excesos que se justificar­ían, naturalmen­te, porque al bando contrario, despojado de su condición de ciudadano al ser representa­do como un enemigo, se le pueden ya negar los derechos consagrado­s en las sociedades abiertas.

A los liberales nos espanta la brutalidad. Por el contrario, los fervorosos militantes de las causas promovidas por los populistas —sean reaccionar­ios de derechas o sectarios de la izquierda cavernaria— justifican sus violencias porque van dirigidas a la aniquilaci­ón final del maligno adversario designado previament­e por el caudillo.

Vivimos ya, aquí, en la República del rencor. La escandalos­a corrupción de la antigua casta gobernante ha enojado grandement­e a los mexicanos; sobrelleva­mos la infamante condena de la

_ desigualda­d; y, hay millones de pobres en este país. No podemos, sin embargo, seguir atizando la hoguera del resentimie­nto. Porque el gran propósito nacional, nos han dicho, es que seamos felices. ¿O no?

Es cierto que existían, apenas ayer, personajes como Hitler y otros tantos de su calaña

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