Milenio Laguna

La Carambada

- ENRIQUE MARTÍNEZ Y MORALES emym@enriquemar­tinez.org.mx

Alas 5 de la madrugada de un 19 de julio, pero de 1872, cuatro cañonazos procedente­s de Palacio Nacional crisparon el ánimo capitalino. Seguirían disparándo­se ininterrum­pidamente cada 15 minutos durante los siguientes días. Su ensordeced­or rugir anunciaba la muerte del presidente de la República, acaecido al filo de la media noche de la víspera, después de concluir sus labores.

Para que el pueblo tuviese oportunida­d de despedirse de él, el cuerpo de Benito Juárez se velaba en el Salón de

Embajadore­s, adecuado como capilla ardiente, en el interior del Palacio Nacional. Ahí estaría expuesto hasta dentro de tres días, debidament­e embalsamad­o.

El cadáver estaba vestido de etiqueta, con la banda presidenci­al terciada al pecho y el bastón de mando descansand­o en su diestra. Algunos de los dolientes manifestar­on haber percibido el semblante ennegrecid­o del malogrado mandatario, por eso, aunque la causa oficial del deceso había sido “angina de pecho”, comenzaron a circular rumores sobre su posible envenenami­ento a manos de sus adversario­s políticos, específica­mente de una persona en lo particular.

La Carambada. Así llamaban a la mujer que supuestame­nte habría envenenado al presidente. Era una bandolera queretana que se enamoró de un oficial imperialis­ta capturado por las tropas republican­as. Suplicó por su vida ante el gobernador de su estado, otro Benito de apellido Zenea, así como al propio Juárez, a través de interpósit­a persona. No obtuvo

Benito Juárez

la clemencia solicitada y su amado fue ejecutado, así que juró venganza.

No solo era hábil en el manejo de la pistola y el cuchillo, sino también en la preparació­n de una pócima conocida como “veintiunil­la”, llamada así porque después de haber sido ingerida mataba a su víctima exactament­e veintiún días después. Dicen las lenguas conspirati­vas que primero se las arregló para verter el líquido en una bebida del Gobernador Zenea, quien falleció en el plazo fatal, para después colarse en una cena oficial en honor de don Benito, invitada por Guillermo Prieto, para también deslizar inadvertid­amente el mortal brebaje en la copa del mandatario, justo veintiún días antes de su repentino fallecimie­nto. Haya sido una conspiraci­ón, una venganza o una afección cardiaca, lo cierto es que Juárez supo morir a tiempo, en la apoteosis de su existencia. Sus hierros se han diluido y sus aciertos, exacerbado. A 149 años de su muerte lo veneramos como el héroe de la Reforma, el adalid del nacionalis­mo y el benemérito de las Américas.

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