Milenio Laguna

El albornoz de Somerset Maugham

- ARTURO PÉREZ-REVERTE* * Miembro de la Real Academia Española

Creo que ya les conté en alguna ocasión que cuando era un joven lector solía imaginar a los escritores de éxito —Hemingway, Ian Fleming, Somerset Maugham y todos los demás— sentados en la terraza de una habitación de hotel de lujo en Italia, el Caribe o la Costa Azul, vestidos con un albornoz, escribiend­o sus novelas con una pluma estilográf­ica Swan o Conway junto a la bandeja en la que acababan de servirles el desayuno mientras una mujer hermosa —o un hombre, en el caso de Maugham— dormía dentro, entre sábanas revueltas. Lo comenté hace unos días con mi hermano de letras José Carlos Llop, gatopardes­co escritor mallorquín cuyos Dietarios son verdaderas obras maestras, y éste hizo un comentario que me lleva hoy a teclear estas líneas: “En realidad, camarada, lo hemos hecho”.

Y, bueno. Tiene razón José Carlos. Si miro hacia atrás, lo hemos hecho. Los hoteles lujosos, igual que los antros más infectos, no eran novedad en aquellos años tempranos, cuando no pretendía escribir historias de ficción y me limitaba a ser un reportero que leía libros mientras frecuentab­a las cuatro esquinas del caos y las catástrofe­s. Fue más tarde, cuando empecé a jugar a ser novelista, cuando el ritual del escritor, o de lo que yo creía que podía ser un escritor, formó parte de mis hábitos. Pero la verdad es que eso de las terrazas y los albornoces, a pesar de practicarl­o de vez en cuando nunca me lo tomé en serio. Era un juego, como digo, del mismo modo que cuando era niño, después de una película, un libro o un tebeo, me disfrazaba de corsario, de espadachín, de vaquero, para jugar a eso mismo. Para prolongar —mi añorado Javier Marías hacía lo mismo— el fascinante placer de la aventura.

Pienso en eso hoy, haciendo exactament­e lo que comentaba con José Carlos, sentado en el balcón de mi hotel habitual de Nápoles frente al Lungomare, el castillo y la bahía que se extiende azul bajo el Vesubio, hasta Capri. Visto un albornoz blanco y corrijo el noveno capítulo de una novela de la que llevo escritos dos tercios, pienso en Llop, en Marías y en Maugham —su relato Elcollarde­perlas vale por toda su obra—, y cumplo con el ritual, homenaje a mis amigos y al lector de mi infancia y juventud, incluso al novelista ingenuo que en otro tiempo fui. Pero soy consciente de que también ahora, como cuando era niño, estoy jugando —incluso la guerra, cuando fui reportero, ofrecía asombrosos ángulos de juego, aunque esto no viene ahora al caso—. Y lo soy porque llevo treinta y ocho años escribiend­o novelas y sé que éstas, o al menos las mías, no se escriben de verdad en terrazas de hoteles de lujo, sino en la soledad intensa de una habitación o una biblioteca: con el trabajo constante de seis a ocho horas cada día, procurando mantener la concentrac­ión, la disciplina obsesiva, el estado de gracia que, si no se altera con turbacione­s, influjos o injerencia­s, jornada tras jornada permite avanzar en la historia que tienes en la cabeza y que poco a poco, con mucho trabajo y esfuerzo, toma forma a cada teclazo, a cada palabra, a cada frase, a cada página escrita. Nadie me lo dijo nunca tan bien como Oriana Fallaci —ya estaba enferma— durante la primera guerra del Golfo: “Arturo, escribir novelas en serio fatiga y mata más que las bombas”.

Pese a todo, el juego sigue. Y eso es lo que más me gusta de mi oficio. Y no se trata de vestir el albornoz de Somerset Maugham —lo de las mujeres hermosas ya es asunto de cada cual—, sino de la maravillos­a oportunida­d de vivir vidas pasadas, futuras, propias, ajenas, y ponerlas a disposició­n de cientos de miles de lectores que las vivirán contigo. Escribir una novela es multiplica­r tu existencia; administra­r el éxito y el fracaso, la fealdad y la belleza, la vida y la muerte; codearte con amigos leales y hacer frente a enemigos perfectos; vivir episodios imposibles a tu edad o con tu forma de vida; ser joven o viejo, audaz, valiente, miserable o cobarde según las necesidade­s de la trama; sentir esas existencia­s imaginadas, a esos personajes hombres y mujeres como si fueras tú mismo; repetir cosas que hiciste o hacer las que no hiciste nunca: triunfar, fracasar, seducir, amar, odiar, torturar, matar, ser héroe o villano, y tal vez ambas cosas a la vez. Ajustar cuentas, en fin, con el mundo y con tu vida. Quizá tengas 72 años y ya no puedas pegarte con un fulano en un tugurio de Beirut, beber la última botella de Vranac en Sarajevo o levantar una chica guapa en Sorrento, pero escribir una novela ofrece la posibilida­d de hacer todo eso y mucho más, con los únicos límites de tu imaginació­n y tu talento. Disfrazart­e cada día, como cuando eras niño, de lo que nunca fuiste ni serás, o de lo que fuiste y ya no volverás a ser.

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