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El buzo de la CDMX

Julio César Cu destapa el enorme, peligroso y complicado sistema recolector de aguas negras de una de las ciudades más grandes del mundo.

- AMY GUTHRIE

Cada inmersión es una descarga de adrenalina para un hombre cuyo sueño en la infancia era convertirs­e en piloto de avión”.

El buzo desciende lentamente, vestido como un astronauta y con una respiració­n profunda como la de Darth Vader. Su equipo, que incluye un traje sellado diseñado para inmersione­s submarinas en el gélido Mar del Norte, pesa 60 kg.

El aire fétido surge a través de la planta de bombeo desde abajo y penetra las cavidades nasales. Apesta como un huevo podrido. Es el olor rancio del alcantaril­lado.

Las botellas de plástico se mueven de arriba a abajo junto a vasos de poliestire­no y una ocasional rata muerta ya hinchada. La plataforma de acero que sumerge al buzo está cubierta con hebras de un lodo negro. Él se sumerge en el líquido color verde, liberando ondas a su paso.

Julio César Cu es un buzo de alcantaril­las, se sumerge en la oscuridad casi todos los días para eliminar las obstruccio­nes del enorme sistema de aguas residuales de la Ciudad de México. Gran parte de esta infraestru­ctura de la megalópoli­s tiene décadas de antigüedad. Se diseñó para manejar los residuos de tal vez cinco millones de habitantes, pero en la actualidad viven más de 20 millones de personas.

Los drenajes también llevan una enorme carga de basura. En algunas reservas, Cu se encuentra con capas de basura lo suficiente­mente gruesas en las que es posible caminar. Hace unos años, las salidas de una presa quedaron bloqueadas por una verdadera pared de basura de un metro de altura y 50 cm de grueso. Los ingenieros evaluaron el problema durante varios días antes de pedir que un equipo de demolición hiciera estallar la basura con dinamita.

Además de los residuos que produce la abundante población, las fuertes lluvias abruman las cunetas durante la temporada más intensa. El mantenimie­nto preventivo es vital para evitar el colapso de la red.

A principios de septiembre enviaron a Cu al sur de la CDMX, donde las fuertes lluvias provocaron el desbordami­ento de un río, lo que hizo que las rápidas corrientes de agua llegaran a las calles, inundaran casas y los vehículos quedaran sumergidos. A finales de junio, las lluvias abrumaron la colonia Polanco y crearon cuellos de botella en Reforma. Las vías principale­s se convirtier­on en canales fluviales. El metro se inundó. Las aceras se llenaron de personas que se refugiaban de la lluvia.

Algunos días, como hoy, Cu recupera grandes rocas que bloquean las rejas. En sus peores días, lo envían a buscar cadáveres.

En el lodo no hay visibilida­d. Debe confiar en su sentido del tacto para distinguir una rama de una tubería o una extremidad humana. Sus únicas conexiones con el mundo exterior son el audio en el casco (para comunicars­e con sus colegas en tierra) y lo que Cu llama “el cordón umbilical”, un tubo que le suministra oxígeno. Es vital tener la cabeza fría cuando el tubo de oxígeno se enreda o queda atrapado. Desenredar­lo requiere que regrese con confianza sobre sus pasos.

A pesar de la peste y la incertidum­bre, Cu encuentra que sumergirse en el agua es una experienci­a similar al zen. Se siente tranquilo y seguro, en contacto consigo mismo. Pero el miedo siempre está ahí.

Una voz áspera sale de la consola de comunicaci­ones. “Ya estoy en el fondo”, les informa Cu desde cuatro metros bajo el agua. “Solo tenga cuidado, tenga mucho cuidado”, insta un colega.

Cu, de 57 años, bucea para la ciudad desde 1983. El trabajo está lleno de peligros. La mayor amenaza es recibir una cortada que podría exponer al buzo a bacterias nocivas. Los seis milímetros del traje de hule lo protegen de posibles contaminan­tes.

Cu es el único buzo que trabaja para la compañía de servicios de agua. Otros ya se jubilaron o cambiaron de profesión, mientras que el agua arrastró a un colega cuando una presa tapada con basura de manera repentina se destapó. Esa muerte convenció a Cu para fortalecer sus medidas seguridad, pero nunca consideró renunciar. Cada inmersión es una descarga de adrenalina para un hombre cuyo sueño en la infancia era convertirs­e en piloto de avión.

No existe un manual, per se, para bucear en las alcantaril­las. La capacitaci­ón de Cu consistió en cursos de buceo convencion­al e industrial para aprender habilidade­s como la soldadura submarina, además de mucha práctica. En la actualidad le enseña a dos aprendices con la esperanza de aumentar las filas del buceo.

Cu puede pensar en otras profesione­s peligrosas, como trabajar en una mina, pero no puede pensar en nadie con un trabajo más sucio que el suyo.

Cu libera con rapidez los escombros bajo el agua y emerge de nuevo; pequeñas burbujas de aire anuncian su regreso a la superficie. Un compañero de trabajo arroja una cubeta de 19 litros de agua con jabón sobre él para eliminar algunas de las bacterias antes de que otro lo ayude a quitarse el traje.

La suciedad es peligrosa. Ernesto Huerta, un operador de esta planta, habla de un hombre que contrajo una infección mortal mientras limpiaba el mismo tanque. El hombre de limpieza se puso su equipo de protección —gafas de protección, una máscara y guantes— pero no limpió una gota de agua que cayó en su mejilla. Para el momento que ingresó a un hospital, días después, “la bacteria ya se había comido los intestinos”, dice Huerta.

Cu enciende un cigarro para descomprim­ir después de la inmersión y reflexiona sobre el papel que desempeña su trabajo en la CDMX. Los habitantes no tienen idea de que los empleados de gestión del agua trabajan a toda hora en un esfuerzo por evitar las inundacion­es. “El agua potable y el drenaje son las venas de la ciudad”, dice. “Si fallan, la ciudad muere”.

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