uchos quisieran vivir en las recámaras del Palacio del Elíseo, la residencia oficial de los presidentes franceses. Claro, muchos que tienen una familia normal, una madre, un padre, una esposa, hijos y hasta un perro juguetón. Pero esos nunca llegan a mudarse a esa mansión con sus cajas de cartón, el carrito del bebé, sus muebles gastados.
Desde hace años, por lo menos desde finales de los años sesenta del siglo pasado, cuando los destinos de la nación estaban en manos del presidente Georges Pompidou, por las habitaciones de la residencia presidencial han transitado cualquier cantidad de amantes, amiguitas cariñosas, compañeras presidenciales o como se les quiera llamar a las señoras que cohabitan alegremente con el presidente sin ser su pareja formal. La figura de primera dama ha sido abolida de golpe por los hechos a la luz de una moral muy relajada que nada tiene que ver con un gobierno de derecha, izquierda o de centro.
Antes de Pompidou, entre 1959 y 1969, Yvonne de Gaulle desempeñaba todavía el papel de la señora de la casa. Se hacía cargo de tener al presidente Charles de Gaulle presentable, de las actividades oficiales y familiares en el domicilio del mandatario, de cada detalle de lo que ahí ocurría. Muy pronto muchos le colgaron al grandullón líder el sobrenombre de “pañalón”, y lo veían sobreprotegido por una esposa dominante y preocupona. Tal vez así era y a De Gaulle le gustaba. Disfrutaba con alguien muy querido cerca y cuidándolo. Pero ambos defendían cuanto podían la intimidad de su vida privada.
Muy pronto las costumbres comenzaron a cambiar. Las mujeres optaron entre la protección masculina o la libertad absoluta, redefinieron a fin de cuentas su relación con los hombres y dejaron muchas veces en manos de la servidumbre la conducción de la vida doméstica. Las señoras dejaron ver que también tenían lo suyo, mientras los maridos sufrían en silencio. En este sentido, la presidencia de Pompidou transcurrió en medio de los rumores sobre los amoríos de Claude, la primera dama, y otras señoras cercanas, con tipos fornidos, guapos y sin muchos escrúpulos, convocados por Stevan Markovic, el guardaespaldas del actor Alain Delon. El chisme se hizo más grande cuando Markovic fue hallado muerto en un crimen asociado con un paquete de fotos comprometedoras de las encumbradas damas.
Desde entonces el Elíseo ha sido escenario de los más diversos dramas amorosos y conyugales, que han sido justificados por el grueso de la población y vistos a veces hasta con orgullo por quienes entienden la función presidencial también como el ejercicio de una virilidad de macho líder de la manada. Por ejemplo, durante el mandato de Valéry Giscard d’Estaing, entre 1974 y 1981, muchos franceses sonreían cuando escuchaban los relatos sobre las aventuras eróticas del aristocrático presidente. Mireille Darc, Sylvia Kristel, Lady Di y muchas otras habrían pasado por las recámaras presidenciales. A Giscard se le reconocía un mérito adicional: habría hecho construir un túnel desde el Elíseo hasta el otro lado de la calle, donde se encontraba el apartamento en el que se reunía a escondidas con una de sus amantes.
Más práctico, el presidente François Mitterrand solo cruzaba la avenida para ir a trabajar al Elíseo y para echarle de pasada un ojo a su leal esposa, Danielle. Al otro lado de la calle estaba el domicilio que compartió durante años con Anne Pingeot, su amante, su compañera, su verdadera pareja. Al presidente Nicolás Sarkozy, en cambio, le fue como en feria mientras se asumía como el macho viril. Su esposa Cecilia lo hizo pedazos a los ojos de todo el mundo antes de abandonarlo para irse a Nueva York con su amante, el publicista Richard Attias. Por más que le rogó, Cecilia se negó a regresar al Elíseo. Pero el más sorprendente fue François Hollande, el presidente saliente: se trepaba en una moto al amparo de la oscuridad para ir a encontrarse con su amante. Los franceses recibieron con risas burlonas las imágenes captadas por un fotógrafo clandestino que hicieron públicos sus amoríos. El ex mandatario, por su parte, trató con la punta del pie a cuanta mujer se le acercó. El presidente que acaba de llegar al Elíseo, Emmanuel Macron, parece dispuesto a retomar los códigos de la vieja moral. La vida en pareja con toda formalidad amorosa y el papel de la primera dama parecen figurar entre sus prioridades. No faltará quien lo defina como pañalón. Tampoco quien repase una y otra vez su romance con una mujer casada, mucho mayor que él, que se convirtió en su esposa. Pero lo que es seguro es que nuevos aires habrán de soplar desde ahora en la vieja casona del Elíseo.