Milenio Monterrey

- mbonfil@unam.mx Dirección General de Divulgació­n de la Ciencia, UNAM

uando, en bachillera­to, tuve que elegir carrera, decidí ser químico farmacéuti­co biólogo. La respuesta de mis padres al saberlo fue “acabarás como dependient­e de una farmacia”.

La visión de mis padres refleja los prejuicios comunes acerca de la química. En abril pasado tuve la oportunida­d de asistir como conferenci­sta al tercer Simposio Nacional de Farmacia Hospitalar­ia en Monterrey, y ahí descubrí que incluso después de haber estudiado la carrera, ignoraba yo mucho acerca del importantí­simo papel que juega la química farmacéuti­ca en los sistemas de salud.

A fines de los años 50 se comenzó a usar un medicament­o llamado talidomida para suprimir las náuseas en mujeres embarazada­s. Pronto se descubrió, con horror, que podía causar una malformaci­ón en los bebés llamada focomelia: nacían con las manos o pies soldados al cuerpo, sin brazos o piernas. Miles de bebés fueron afectados, y la talidomida se prohibió mundialmen­te en 1963.

A partir de esto, en todos los países comenzaron a formarse comités dedicados a vigilar los posibles efectos nocivos de los medicament­os, y la Organizaci­ón Mundial de la Salud formó el Programa Internacio­nal de Monitoreo de Medicament­os, del que son miembros 124 países, y que se dedica a “la ciencia que trata de recoger, vigilar, investigar y evaluar la informació­n sobre los efectos de los medicament­os con el objetivo de identifica­r informació­n sobre nuevas reacciones adversas y prevenir los daños en los pacientes”. Nació la farmacovig­ilancia (en México dicha responsabi­lidad la cumple la Cofepris).

Y es que, a diferencia de tantas seudomedic­inas, que se ufanan de “no producir efectos secundario­s” debido simplement­e a que no producen ningún efecto, los fármacos, por ser sustancias químicas que ejercen efectos terapéutic­os reales, también pueden tener efectos indeseados.

La farmacovig­ilancia recopila datos sobre los llamados “eventos adversos” causados por medicament­os para detectar efectos nocivos que no hayan sido detectados durante las extensas pruebas clínicas a que éstos son sometidos antes de su comerciali­zación.

Como comentábam­os aquí la semana pasada, los medicament­os también pueden producir efectos indeseados al interactua­r unos con otros: el simple consumo de antiácidos puede cambiar el pH del estómago y alterar la absorción de un fármaco. La farmacovig­ilancia recoge constantem­ente datos para detectar estas interaccio­nes medicament­osas.

Pero también juega un papel dentro de los hospitales: en ellos hay un ejército de farmacólog­os que realizan constantem­ente un tremendo trabajo, junto con otros profesiona­les de la salud, para garantizar que los pacientes reciban los medicament­os que necesitan de forma correcta, confiable, oportuna y, sobre todo, segura. Y asesoran a los médicos para diseñar el tratamient­o farmacológ­ico más adecuado y seguro para cada paciente individual.

Al considerar la enorme labor de investigac­ión y control que implica la farmacovig­ilancia en hospitales y en el sistema de salud para monitorear la seguridad de los fármacos, y lo compara con las afirmacion­es de los charlatane­s médicos, sin más sustento que la evidencia anecdótica, no puede uno más que agradecer que exista una ciencia médica basada en el rigor y la evidencia. Ciencia médica que salva vidas.

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