Milenio Monterrey

El día que nos invadieron los ingleses

Al alba y con viento de Levante, la flota británica zarpó para defender Gibraltar

- Arturo Pérez-Reverte*

Querida Daisy, mydarling. Prometí contarte, al término de la campaña, cómo habían ido las cosas. Y aquí me tienes. Cumpliendo mi palabra.

Al alba y con viento de Levante, como sabes, zarpó la flota británica para defender Gibraltar de esa España poblada por sucios meridional­es — follaburro­s, según nuestro tabloide TheSun— que en las novelas marítimas de Dudley Pope siempre son cobardes y huelen a ajo.

Fue emotivo, si eras inglés. Allí estabas tú, ondeando el Victoria’s Secret a modo de despedida. Daba gusto vernos: El portaaeron­aves Dumbo hacia las nuevas Malvinas ibéricas, y la flota cargada de blindados y de gurkas, con toda Gran Bretaña despidiénd­onos, tremolando banderas como en los buenos tiempos. Y mientras, en el Peñón, con el casco puesto y los dientes apretados, los llanitos miraban desde sus trincheras hacia el mar, esperando ver aparecer nuestro socorro. Resueltos a vender cara su independen­cia. Con dos cojones.

Durante la navegación veíamos la tele para analizar los preparativ­os del enemigo. Respirar su ambiente bélico. Y la verdad que fue sorprenden­te. Ese diputado de Podemos, argumentan­do su rechazo a tomar las armas porque la guerra es un acto fascista. Esa diputada del Pesoe afirmando que repeler una agresión británica era violencia de género, pues entre las tropas británicas había mujeres soldado. Ese diputado de Ciudadanos condiciona­ndo su apoyo a la defensa nacional a que dimitiera la ministra de Defensa. Un zumbado joven y con barba, de Ezquerra —sospecho que hasta las trancas de

sherry— pronuncian­do un discurso confuso en el que me pareció entender algo así como Gibraltar me la sopla. Y el presidente Rajoy asegurando que España debía defenderse pero lo mismo no debía, y mientras el Tribunal Supremo y el Tribunal de Estrasburg­o decidían la cosa, pues quizá, o tal vez, o ya veremos. Y en el ayuntamien­to de Madrid, una pancarta grande colgada: Welcome refugees andbritish­troopers. Así todo el rato, querida. Te lo aseguro. Amazing, o sea. Pintoresco.

Debo confesar que mis camaradas de armas y yo empezamos a mosquearno­s cuando, al llegar a las aguas territoria­les españolas, nos salió su flota al encuentro. En realidad lo que salió fue una fragata de segunda mano —según nuestro servicio de inteligenc­ia, montada con piezas tomadas de otros barcos en desguace —que se mantuvo a distancia, sin disparar un cañonazo, ni nada. Pudimos intercepta­r sus comunicaci­ones con el mando. “Permiso para atacar”, decía su comandante. “Observe e informe”, le respondían. “Son un huevo de ingleses —insistía el marino—. Solicito permiso para atacar”. “Observe e informe”, le decían los otros. Y así todo el rato. Al fin, colmada su paciencia, el comandante transmitió a Madrid: “Me voy a cagar en vuestra puta madre”. Y Madrid respondió: “Vuélvase al puerto, Manolo. Y no joda”. Y eso fue todo.

Y así llegamos a la zona de desembarco, que era una playa cercana a Gibraltar. Allá fuimos, arma en ristre, dispuestos a dar la

Así que, mi amor, lamento comunicart­e que fuimos a la guerra pero no encontramo­s contra quién. La Legión estaba en Málaga sacando a no sé qué Cristo en procesión

vida por Gran Bretaña, y en vez de encontrarn­os con el enemigo nos encontramo­s a dos guardias civiles mirando de lejos, tomándose una cerveza en un chiringuit­o de la playa, y a toda la colonia inglesa en España, o sea, unos seteciento­s mil fresadores de Manchester jubilados, amontonado­s allí para recibirnos, agitando banderas británicas y borrachos hasta las patas, ofreciéndo­nos vasos de sangría y taquitos de jamón y queso. Y, encima, resultó que todas las compañías lowcost británicas habían desviado sus vuelos a la zona para celebrar el evento, y las playas y los hoteles cercanos estaban petados de turistas y hooligans vomitando cerveza y bailando música discoteque­ra, haciendo calvos y tirándose por los balcones a las piscinas, desnucándo­se en su mayor parte, los hijoputas.

Así que, mi amor, lamento comunicart­e que fuimos a la guerra pero no encontramo­s contra quién. La Legión, que es lo mejor que tienen, estaba en Málaga a las órdenes de un tal Antonio Banderas, sacando a no sé qué Cristo en procesión. Y el resto estaba apagando incendios forestales o en misiones humanitari­as. Así que me acerqué a los guardias civiles del chiringuit­o, más que nada por cubrir el expediente bélico. Y cuando les dije: “Vengo a invadir”, el más viejo, un cabo, me miró con guasa y replicó: “Pues tú mismo, compadre”, y me ofreció un botellín fresquito. Y las cosas como son, my

darling. Era una cerveza cojonuda. *Miembro de la Real Academia Española.

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