¿Apocalipsis?
Es necesario hacer deslindes críticos para no caer en el fatalismo que corroe a sociedades que se debaten entre los nacionalismos y los populismos
as convicciones, discursos y manifestaciones hiperbólicas frente a la realidad nacional lo cubren todo. Es una densa y asfixiante bruma que impide reflexionar con claridad —y, más aún, tomar perspectiva— sobre lo que sucede. Vivimos, según parece, en el peor de los mundos posibles, y lo decimos y refrendamos compulsivamente en Twitter, el comedor de la casa y la cantina de la esquina.
Envueltos en esa neblina siniestra, que sin duda se nutre de muchos datos reales pero que son cada vez más generalizados y magnificados de un modo irracional, de pronto no tengo idea de cómo nos atrevemos a salir a la calle. Supongo que porque no tenemos opción, pero a juzgar por todas las voces irritadas, angustiadas y no pocas veces paranoides que escuchamos, tomamos ya un riesgo grande por el solo hecho de asomar la cabeza.
A veces, acaso inconscientemente, ya ni salimos de casa. Nos conectamos y respiramos la ciberatmósfera para documentar todos nuestros temores, odios e indignaciones en turno. Usamos, proponemos y consumimos descripciones tremendistas de la realidad que confirman que ya no se puede vivir más aquí. De veras que no. Ponemos el televisor y dejamos que nuestra atención se hunda en estupidizantes teleseries que supuestamente pretenden revelarnos la podredumbre del poder en México. Inverosímiles personajes que, desde luego, luchan por cambiar las cosas desde las trincheras más alucinantes (Tepito, ¿no Kate?).
Los hechos más brutales son recopilados en una gigantesca e interminable nota roja que no deja lugar a nada más. Se extiende la incapacidad para procesar el horror; los analistas, donde los haya, se ven rebasados en sus tareas interpretativas; los medios cubren a galope los sucesos sin poderlos ordenar, jerarquizar y menos aún explicar mínimamente.
Así, las posverdades más delirantes se instalan y se convierten incluso en lugares comunes que se dan por hecho desde diversas zonas mediáticas. Por ejemplo: la suerte de los 43. Muertos o desaparecidos, su oscuro destino es solo atribuible al Estado mexicano, aunque haya un centenar de presos directa o indirectamente responsables del terrible episodio. Así lo decidió la genialidad propagandística que hace uso político de esta tragedia.
Es cierto que en el país se van acumulando toda clase de atrocidades. También lo es que la mejor comparsa del crimen es la insoportable impunidad que priva. Nadie propone —yo no, por lo menos— que inventemos un ambiente de good news para evitar pensar en los graves problemas que enfrentamos, o que miremos hacia otro lado mientras alcanzamos nuevos niveles de inseguridad o deterioro social. O que nos conformemos con reconocer pasivamente que aquí nos tocó vivir. Para nada.
Sin embargo, creo que es necesario hacer diversos deslindes críticos para no caer en el fatalismo que corroe a muchas sociedades que se debaten entre los más peligrosos nacionalismos y los populismos de derecha y de izquierda, que tienen como común denominador la generación de odios irracionales y el desprecio por la tolerancia y la vida democrática (aunque se valgan de ésta para arribar al poder).
Deslindar, matizar y explicar críticamente la realidad de México, el momento ( grave, sin duda) que vivimos, sin apelar a “culpables absolutos de todo”, es de gran importancia si no deseamos propiciar un clima favorable a los populismos más retrógrados.
El reduccionista y apasionado punto de vista según el cual vivimos poco menos que el apocalipsis en el terreno nacional, abre el paso, sin duda, a discursos iluminados con soluciones mágicas y a merolicos capaces de prometer el mismísimo cielo aquí en la Tierra.
Hace muy poco tiempo presenciamos cómo un desquiciado, con unos cuantos eslóganes en la cabeza, se hizo de la presidencia del país más poderoso de la Tierra. ¿Cómo fue posible? Marrullerías probables aparte, lo consiguió al explotar el resentimiento, la vulnerabilidad y el sentimiento de abandono e inseguridad de millones de sus compatriotas. Ahora vemos que su discurso antisistema es en realidad una clara vocación antidemocrática y un constante ninguneo de las instituciones (puestas a prueba, quizás como nunca en la historia).
En Sudamérica algunos países han experimentado la llegada y permanencia indefinida de “gobiernos populares” que han manipulado y distorsionado la vida democrática con toda clase de patrañas revolucionarias o nacionalistas. Removerlos después de su flagrante fracaso, está costando sangre y abierta represión a sus pueblos. Y hay que recordar que llegaron al poder (para quedarse) con la promesa de la superación de situaciones sociales y políticas “calamitosas” o “injustas” que, vistas a la distancia, no parecen mucho peores que las actuales.
Es en este espejo regional y mundial donde debe verse nuestro país ahora que cruzamos severas tormentas, y que algunos, para vendernos su salvación, nos presentan como preámbulo del final de los tiempos.