Milenio Monterrey

Espías o negligente­s

- ALFREDO C. VILLEDA www.twitter.com/acvilleda

La respuesta oficial a la queja de un grupo de periodista­s, defensores de derechos humanos y promotores de transparen­cia sobre los intentos recurrente­s de instalarle­s un malware de espionaje en sus teléfonos, vía un programa denominado Pegasus al que solo tienen acceso entidades gubernamen­tales, ha dejado más interrogan­tes que señales de solución.

Responde el gobierno federal a bote pronto al NYT, no al autor de la investigac­ión (Citizen Lab) ni a los agraviados con el intento de espionaje, que él no fue pero va a investigar quién sí. Más allá de que también autoridade­s estatales han comprado el instrument­o, de entrada, hay un mea culpa por negligenci­a, pues debe ser un selecto grupo de la inteligenc­ia anticrimen el que opera Pegasus y tiene una cabeza. No es que se trate de buscar “una aguja en un pajar”.

Se deduce que entonces no hay control sobre el exclusivo comité que tiene a su cargo la operación de Pegasus, que evadió el protocolo (si es que lo hay) para usarlo en objetivos ajenos a sus fines. ¿Cuánto tiempo puede tomarles saber, si es que no fue orden del propio gobierno federal, quién hizo mal uso del programa, ya sea en el manejo o en su “renta” a personajes ajenos a la inteligenc­ia anticrimen?

Después la PGR anuncia una investigac­ión que incluye a proveedore­s, gobiernos y empresas que hayan contratado o comprado servicios de espionaje. Ojo. No limita su indagatori­a al caso Pegasus, sino que la abre a un sinfín de posibilida­des que deja el camino allanado para llevarse el asunto ad infinítum. Espionaje telefónico hay desde siempre, basta recordar dos casos emble- máticos: las charlas de Kamel Nacif con el entonces gobernador de Puebla, Mario Marín, y el encontrona­zo de dos hermanos Salinas por el uso del erario, balconeado en horario estelar por Televisa.

Más allá de la falta de controles y contrapeso­s por parte del Congreso, que apenas está pensando cuándo pide cuentas sobre el caso, espanta saber que el Presidente se declare víctima del sentimient­o de ser espiado y, peor aún, se ofenda por la sospecha de que el delito provenga de su gobierno, cuando es obvio que se le mire por ser uno de los compradore­s y usuarios del malware. Remata su discurso de ayer con la advertenci­a de que se puede proceder “contra quienes han levantado esos falsos señalamien­tos” y luego corrige.

Si no son espías, son negligente­s.

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