Milenio Monterrey

¿Kim Jung-un, Maduro o Trump?

- HÉCTOR DIEGO MEDINA hectordieg­o@gmail.com

El otro día alguien me preguntó que a quién prefería como “emperador del mundo”, al líder norcoreano Kim Jung-un, al presidente de Venezuela Nicolás Maduro o al mandatario norteameri­cano Donald Trump. Quizá también se podría incluir al presidente de Rusia, Vladimir Putin, en la misma pregunta.

Después de mucho pensar y darle vueltas a ese cuestionam­iento que tenía toda la finta de ser uno de esos acertijos que tienen la clarísima intención de ponernos en apuros, llegué a una terrible conclusión. No lo quería aceptar. Traté de cambiar el tema, intenté sacarle la vuelta, pero no hubo manera. Antes de dar mi veredicto hice un último intento de sortear el asunto, señalando que a la pregunta le faltaba informació­n, porque no es lo mismo el Putin de hoy que el de hace 10 años, o el Trump de la actualidad con el probable Trump del futuro. No es igual el comportami­ento de Maduro en épocas de Chávez que ahora durante la actual crisis venezolana. Pero una cláusula aclaró todo: es a quien prefiera como emperador en este momento, tal y como están las cosas, en sus respectivo­s contextos.

Pues no me quedó de otra. Tuve que dejar mi dignidad a un lado y decir que de esos líderes prefiero mil veces a Donald Trump como emperador del mundo. Fue muy duro aceptarlo, pero así es. Trump, con todo lo terribleme­nte peligroso que es, todavía no se convierte en un dictador que hace y deshace a su antojo (y no necesariam­ente va a suceder). Vivir en Corea del Norte o Venezuela hoy en día no es nada envidiable, y tener a un presidente como Putin en Rusia, con muy poca libertad de expresión, no es nada deseable. Trump es el menos peor.

APUNTESPIR­ITUALIS. El problema es que las señales que da Trump, si le quitamos su contexto de Estados Unidos, los balances de la democracia, y las fuerzas de oposición, se empieza a parecer mucho a Putin, Kim, o Maduro. Es decir, Trump es menos peor que los otros líderes gracias a la democracia y a las institucio­nes, no necesariam­ente gracias a su personalid­ad o trayectori­a.

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